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A mí me parece bien que el ser humano acuda a cualquier recurso para animarse a sobrellevar una crisis como la que estamos padeciendo. Por eso, si ver en los balcones la frase «Tot anirà bé» ayuda a alguien a sobreponerse al aislamiento y la incertidumbre, ya sirve.

Lo cual no quita que sea un ejercicio delirante: decenas de miles de muertos, empobrecimiento generalizado, sufrimiento por doquier y nosotros nos autopersuadimos de ir al combate diciendo que «todo irá bien», como si no hubiera suficientes evidencias de que lo que en realidad necesitamos es aprender a luchar contra la adversidad innegable. Impresionante indicador de cómo años y años de comodidad, confort y relajamiento han fragilizado la especie humana contemporánea. En muchas paradas de autobús y en anuncios en la prensa, el Govern balear inserta el mensaje «Som un poble fort», lo que jamás un pueblo fuerte se diría a sí mismo, como es lógico.

Este no es un problema balear, ni español, por supuesto. Es una consecuencia lógica de años de bienestar y de haber creado estados que nos protegen y sobreprotegen, atrofiando nuestros propios mecanismos de defensa. Nunca hemos tenido tanta ciencia, tanta tecnología y, proporcionalmente, nunca hemos sido realmente tan incapaces. Lo decía McLuhan: cada tecnología nueva equivale a un atrofiamiento de una potencialidad humana.

Por eso estamos aturdidos. ¿Por dónde hemos de coger ahora? ¿Qué hemos de hacer?

En estas semanas de crisis, que podrían ser sólo las primeras en varios meses de calvario, apenas hemos sido capaces de aislarnos en casa, como hizo el ser humano toda la vida cuando sufría una plaga: acopio de víveres y a verlas venir. Pero nos queda lo peor.

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Lo peor es enfrentarnos a lo que no queremos ver: que vamos a tener que infectarnos todos si queremos volver a vivir cierta normalidad. Yo escuché esta barbaridad a un científico de relumbrón muy al inicio de esta crisis. Lo decía con crueldad, sin suavizar las palabras, sabiendo que la ciencia es así de dura: una vez que hemos perdido el control del virus, sólo nos queda esperar a que haya inmunidad de grupo, a que más del sesenta por ciento de la población haya sufrido la enfermedad, incluso en su versión asintomática. Este diagnóstico es el que llevó a Angela Merkel, la canciller del país mejor preparado para esta pandemia, a decir que siete de cada diez alemanes se iban a contagiar. Los demás quedarían protegidos por la inmunización de grupo. Es lo que ha llevado a los científicos suecos a dejar que el virus se expanda casi sin restricciones. Es lo que los británicos decían a Johnson hasta que este se asustara viendo que la opinión pública lo iba a crucificar.

En aquellos primeros días, escribí un artículo titulado «Nos gobierna el miedo», que nunca llegué a enviar a este periódico porque temí que me apedrearan. Si no hay vacuna, y no la habrá antes de octubre en el mejor de los casos, esto no tiene arreglo, venía a decir, pero nadie quiere verse ante una realidad tan cruda. El miedo manda. Ese ser humano frágil, sobreprotegido y autoengañado, no admite que le den los datos reales. Es una cuestión psicológica: no quiero saber lo mal que lo voy a pasar, aunque lo vaya a pasar. Ya llegará.

En las guerras, dicen, la primera víctima es la verdad. Y esta es una guerra. Por lo tanto, nada de lo que sorprenderse. Hasta el rival más blandengue va al frente de batalla presumiendo de su poder.

Ahora, en España, tenemos un lío tremendo: un presidente que es un producto de esta cultura del autoengaño y la autoayuda se encuentra con que ha llegado al final del camino del confinamiento y no sabe por dónde coger. ¿Deja que vuelva la actividad económica y se dispare el alcance del virus, con su precio político o, por el contrario, mantiene todo parado, la gente enloquece en sus casas y las empresas se marchitan al punto de que puedan morir irreversiblemente?

Esta es la margarita que deshoja nuestro pobre presidente, confundido y desbordado por las ficciones que se han construido alrededor de nuestra gobernanza, como dicen los modernos. Esto es lo que la oposición no quiere ni pensar, porque afortunadamente le ha tocado estar detrás de la roca y limitarse a criticar las incoherencias más evidentes.

El virus, que no entiende de psicología de grupo, nos va a seguir amargando los próximos seis meses con brotes y rebrotes, mientras mantenemos a los mayores encerrados en casa. Al final, todo quedará en manos de la vacuna, para que de nuevo podamos autoconvencernos de que al final «tot anirà bé».