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Un familiar mío vive en una región europea en la cual, desde el inicio de la pandemia de coronavirus, allá por marzo, hasta principios de este mes de diciembre, nunca se había sobrepasado la cifra de cien contagios por cada cien mil habitantes. En general, se habían mantenido entre veinte y cincuenta casos. Una maravilla. Tuvieron confinamiento pero porque, como todos sabemos, al principio esa era la medicina que nos dieron a todos, indiscriminadamente.

En otras regiones de ese mismo país, las cifras de contagios aumentaron desde el principio. En ciertos momentos llegaron a ser alarmantes. Pero en esa región, no. Nunca. Ni en la ciudad de cien mil habitantes en la que vive mi familiar, ni en ninguna de las otras villas cercanas. Hasta los casi cien kilómetros alrededor, siempre el virus había sido benigno, indiferente a los cambios de temperatura, a las rebajas, a los viajes, a las entradas por los aeropuertos, a la apertura de las escuelas y de los restaurantes. Los hospitales regionales se habían preparado para lo peor, pero lo peor no llegó nunca.

Hasta diciembre. Fue iniciarse el mes y empezar a subir el número de casos. ¡Qué digo subir! En realidad la palabra más correcta es que ha habido un estallido. Y eso que allí no saben qué es el puente de la Constitución, al que aquí atribuimos nuestros problemas. Hace dos días se superaban los setecientos casos por cada cien mil habitantes. Curiosamente, al tiempo que sucede esto en la región en la que vive mi familiar, en el resto del país las cosas están mejorando moderadamente y rondan los doscientos casos por cien mil.

¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Debemos pensar que esa región se ha vuelto loca? ¿Que sus habitantes habían vivido en calma y cumpliendo las instrucciones con rigor y de pronto han perdido la cabeza? La estructura urbanística sigue siendo la misma; la proporción entre jóvenes y adultos también; las conductas sociales no han cambiado. ¿Entonces qué ha ocurrido?

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El ministro de Sanidad compareció hace unos días para decir que las investigaciones apuntan a que estamos ante una nueva cepa, una variación del virus, que ahora se ha vuelto extraordinariamente más contagioso que antes. No sabemos si es más letal, pero sí es más contagioso. El ministro no culpó a la población de ese aumento de casos sino que, como dispone de datos, como hay investigación, como existen estudios, se atreve a aventurar que no son los habitantes de la región los que se comportan mal sino que es el virus el que ha cambiado.

Explico esta situación en contraste con lo que ocurre en Mallorca. Aquí el virus no muta. Aquí no hay azar. Aquí las curvas se doblegan y se desdoblegan sin saber si nos enfrentamos al mismo virus o a otro; si los tratamientos funcionan o no; si las cuarentenas son eficaces o no. Vamos a pecho descubierto: «¡encerraos que viene!» En Balears ahora estamos ante un repunte del que no paran de acusarnos a los ciudadanos que, de pronto, misteriosamente, nos hemos lanzado a besarnos locamente, por lo que se ve. Los mismos que hace poco decían que «somos una región segura», ahora nos culpan de haber perdido la cabeza y prácticamente ser unos suicidas. Si las órdenes van bien, es su mérito; si las cosas van mal, es nuestro fallo.

Sin embargo, creo que tal vez también en España podría ocurrir que el virus mute. Y que sea más agresivo. Podría suceder lo de Uruguay, que tras ocho meses con la epidemia controlada, ahora se les ha desmontado todo. Pero aquí, sin siquiera saber si el virus se trasmite por vía aerosol o no; sin entender por qué cuando los casos aumentan; somos regañados. Estoy empezando a cansarme de que me riñan por mis conductas sin que me expliquen qué ocurre con el virus, sin que nadie asuma el descontrol en incontables medidas adoptadas hasta ahora.

Curioso que quienes un día nos dijeron que el virus no llegaría a España, que después nos dijeron que eso de las mascarillas era una estupidez, ahora nos culpen a nosotros de esta tercera ola de contagios. Lo tienen muy fácil.