El conseller Miquel Company, Tomás y Guillem Graves, Catalina Solivellas, delegada de Cultura, y la regidora Joana Adrover. | Roberto León

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Durante seis años Robert Graves dejó su casa de Deià, Ca n’Alluny, para vivir en el Eixample de Palma, en la calle Guillem Massot, número 45. «Vinimos a este piso porque en Deià estábamos hechos unos salvajes», cuenta divertido Guillem Graves. Lo hizo acompañado de sus hermanos Lucía y Joan, que pasaron de un colegio de monjas en la Part Forana a una escuela laica en Ciutat.

Tomás Graves ya nació allí y aún guarda recuerdos de esa vivienda en Palma, que desde ayer luce una placa en recuerdo a esos años como palmesano.

«Teníamos una tabla de planchar inclinada como un tobogán y desde ahí lanzábamos a nuestro conejo de Indias», recuerda. O cómo cortaban pedazos pequeños de papel que lanzaban al aire «y los vencejos cazaban pensando que eran insectos».

Guillem, el hermano mayor, recuerda el «ladrido de los perros del Canódromo, que escuchábamos desde casa. O el paso de los caballos que llevaban los ataúdes al cementerio».

En ese Eixample repleto de descampados y que hoy limita con una concurrida calle Blanquerna, Robert Graves escribía a mano «y luego iba a buscar el correo de Deià, el autobús que salía de 31 de Desembre, esquina con Avingudas, para mandar su manuscrito a su secretario en Deià, que lo pasaba a máquina». Los Graves fueron llonguets hasta que los hijos fueron a estudiar fuera y el escritor inició su gira internacional de conferencias para pagar sus estudios.