Una fachada de Camp Redó. | M. À. Cañellas

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Advierten que no son Corea, sino Camp Redó. Hartos del estigma que arrastra el nombre, los vecinos reconocen estar hartos de la mala fama pero también de los serios problemas que arrastra el barrio. Hay señoras que residen desde hace medio siglo en Camp Redó van a primera hora de la mañana a hacer la compra con el carrito. Un hombre pasea un perro y mira desconfiado la cámara fotográfica de Ultima Hora. Ante todas escenas tan domésticas, habituales en cualquier barrio de Palma a las nueve y media de la mañana, un aguador hace guardia en una esquina, preparado para avisar si hay peligro de redada por drogas.

Los espacios libres de los característicos bloques de Corea lucen impecables, dadas las circunstancias: justo un día antes había desembarcado el operativo de Emaya, dentro del programa ‘Palma a punt’, que cada tres meses se mete de lleno en Camp Redó. Un buen puñado de operarios municipales eliminan los rastrojos y cargan con un centenar de bolsas llenas de basura. «La tiran por la ventana», dice una vecina veterana, que pese al tiempo que lleva allí viviendo, no se ha acostumbrado y no puede evitar la rabia pero también el miedo. Nadie quiere ser identificado ni salir en una fotografía, temen las represalias de los vendedores de drogas del barrio.

Los edificios han corrido distinta suerte. Algunos renovaron sus fachadas y han cerrado los jardines con vallas, en un intento de mantener alejado el vandalismo. Otros, están carcomidos por la vulnerabilidad y además de suciedad, los bloques acusan la falta de inversiones.

Esa misma mañana un policía entrega notificaciones del juzgado para algunos de los vecinos del barrio y traza una radiografía precisa de Camp Redó: «Hay okupas, aprovechan para tirar la puerta. Pero esto solo pasa aquí o en viviendas de fondos buitre o de bancos. No entiendo porqué algunos meten miedo con la okupación cuando apenas existe. Supongo que tratan de sacar rédito político».

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«Aquí estamos muy abandonados. Solo vienen a vernos cuando hay elecciones», exclama Pepe. Lo dice con resentimiento, el que se percibe en todos los vecinos que aún aguantan en Camp Redó. Muchos se quejan y rabian contra los políticos y los delincuentes. Carmen pasea a sus perros, lleva ocho años en el barrio. «El primer año que pasé aquí estaba atacada de los nervios», reconoce. Ahora se ha habituado a la música y la fiesta que cada noche se monta entre los bloques de Camp Redó, con fogatas incluidas.

En el interior de su casa, que le ha cedido un amigo, la puerta está recubierta de una plancha de hierro para evitar que nadie entre. Tiene tres cerrojos y allí se enclaustra una vez que se pone el sol. «De Son Banya vienen para acá. A mí me han propuesto vender droga por 50 euros al día, pero me niego», afirma.

Durante las elecciones, el alcalde de Palma, Jaime Martínez, llevaba en su programa el proyecto para derribarlas viviendas de Camp Redó para reconstruirlas. Ahora apuesta por «la regeneración integral de barrios como puede ser Camp Redó, Son Gotleu, Verge de Lluc y Nou Llevant. Este proyecto está dentro del plan de choque de vivienda que tenemos en marcha». Martínez confía en que el año que viene pongan en marcha «la regeneración integral de Camp Redó, que dependerá de la viabilidad y de los tiempos a medio plazo. Pero Camp Redó no es solo un tema urbanístico sino también social. Hay más de 200 familias». El Ajuntament tendrá que planificar la reubicación de las familias mientras se llevan a cabo las obras. «Es un tema complejo», reconoce el alcalde.

El conjunto de viviendas de Generalísimo Franco, conocido como Camp Redó o Corea, formó parte de la Obra Sindical del Hogar, del plan de 1954-1955, y fueron impulsadas por Antoni Roca Cabanellas en unos terrenos que en aquella época eran todo campo, en el extrarradio de una Palma aún por despegar.

Interior de una vivienda de Camp Redó
Interior de una vivienda de Camp Redó.

«Las hacían muy rápido», dice Joan Cerdà, presidente de la demarcación de Mallorca del Col·legi d’Arquitectes de les Illes Balears (COAIB), que explica que «son bloques de construcción muy sencillos y en su planteamiento recogían los postulados del movimiento moderno, con viviendas con doble fachada y una ventilación cruzada, con más higiene e iluminación». El mismo modelo se replicó en Verge de Lluc y en otras ciudades del país.

Cerdà conoce bien el barrio. En 2009 ganó el concurso para la reforma del barrio. Las zonas ajardinadas pertenecen a cada uno de los edificios. Por eso, Cerdà pensó en mantener ese espíritu con los bloques 11 y 12, tras ganar el concurso del Ibavi. Al final, solo se hizo el bloque 12. «Había que intentar respetar la arquitectura y hacerla más eficiente, dotando a las viviendas de ascensor y terrazas», recuerda. Lo que era un plan de mejora de todo el barrio, que contaba con fondos europeos, «se perdió con la llegada del alcalde Mateu Isern. Teníamos la oportunidad de reformar un bloque cada año y se paró por decisión política».

La prueba del interés arquitectónico de estos edificios está en que esta misma semana que un grupo de estudiantes de la École National d’Architecture de Clemont Ferrand. En ese microcosmos que es Camp Redó, los jóvenes franceses paseaban entre los bloques construidos durante el franquismo y se detuvieron ante el edificio de nuevo cuño firmado por Joan Cerdà, que ahora propone «rehabilitar en lugar de derribar, no es sostenible».

Estudiantes franceses de arquitectura
Estudiantes franceses de arquitectura.

Los residentes se debaten entre pelear por derribar todo el barrio o salir corriendo. Una vecina comenta con alivio que ha podido vender su vivienda. Otra, que pide no ser identificada, reconoce que «estamos cansados de luchar, llevamos así 30 años y creo que habría que tirarlo pero el nuevo Camp Redó no lo vamos a ver nunca». Las fiestas de madrugada, la venta de drogas y la okupación ha hecho mella en una barriada obrera en su origen.