La carretera de Costa de los Pinos conduce a ninguna parte. En el tramo final aparece un mirador colgado sobre un acantilado. Al volver sobre los pasos, el paseante divisará de nuevo la enorme verja metálica pintada de blanco que rompe con la armonía del resto de construcciones. Sobre el asfalto ardiente, sentado en un taburete y debajo de una sombrilla, observará un guarda jurado que vigila la nada día y noche, y así durante el largo verano. ¿Quién puede vivir en el interior de aquella especie de fortaleza? Sólo alguien que se siente amenazado pero que, a la vez, hace ostentación de poder. Algo contradictorio, si no fuera la casa de Pedro J. Ramírez, el periodista que destruyó el «felipismo» pero que cayó en la trampa infame de un vídeo de contenido sexual; el mismo que entronizó al ultramontano Aznar y, sin embargo, pedía en el libro de estilo de su periódico la «convocatoria de referéndums de autodeterminación en todas y cada una de las comunidades del Estado español»; el mismo que entrevistó a la cúpula etarra en Francia, y dice que lo volvería a hacer, pero que se siente mortalmente amenazado por ETA; la casa, en fin, invisible por fuera, pero que todo el mundo puede conocer de la mano de Àgatha Ruiz de la Prada en las revistas del papel couché.
La piscina pública de los Ramírez
O de qué manera puede llegar a burlarse la ley cuando la administración lo permite
29/08/04 0:00
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