Puerta de entrada al eremitorio de la Santíssima Trinitat, en pleno «desierto» de Valldemossa. | JOAN TORRES / PERE BOTA / TERESA

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«Nosotros seguimos los pasos de los antiguos padres del desierto, la tradición eremítica-cenobítica, y así será hasta el final, sin discursos ni fotos, si nos permite sin alterar la vida contemplativa».

El ermitaño Pau nos recibe y despide así junto al impresionante mirador de la ermita de la Trinitat, tan lejos de la civilización y tan cerca de la belleza de la soledad animosa.

Soledad

Los cinco ermitaños de la mallorquina Congregació de Sant Pau i Sant Antoni -tres de ellos recién llegados de Betlem, en Artà-, que el pasado 20 de septiembre volvieron a hacer comunidad única, como en su momento fundacional, en la Trinitat de Valldemossa, reclaman tranquilidad para no ver alterada «nuestra vida de servicio a Dios en la soledad y el silencio, en constante oración y generosa penitencia».

Según el ermitaño Pau, rector de la pequeña congregación, su nueva vida en la ermita de Valldemossa, la casa madre fundada por Joan de la Concepció Mir en el siglo XVII, «ha levantado una expectativa en los medios de comunicación que es comprensible por su humana curiosidad pero que podría afectar a nuestra vida recogida, contemplativa, silenciosa y de contacto absoluto con el Absoluto».

Con sólo cinco congregantes, decidieron este año reunirse en Valldemossa con sus hermanos del eremitorio de Betlem, donde dejaron, al paso del tiempo, una huella tan imborrable como las de su vida en Escorca, Piogpunyent, Deià, Santa Maria del Camí, Pollença, Algaida, Inca, Felanitx, Petra y Pollença.

Los ermitaños de la Trinitat ni siquiera son conscientes del estado impresentable del camino que conduce desde la carretera Valldemossa-Deià hasta su ermita, y que disuade a no pocos fieles de visitarlos. «Nuestra vida se dedica a ayudar a los hombres a caminar hacia Dios», dice el rector Pau. Y en efecto, a día de hoy, más vale que lleguen hasta la Trinitat a pie firme.