Quienes tengan cierta edad recordarán las reticencias con que el español medio aceptó el pescado congelado.

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CAIUS APICIUS
Quienes tengan edad suficiente recordarán las reticencias con que el consumidor español aceptó, bastante a regañadientes, el pescado congelado. No hace al caso recordar aquellos comentarios de «hay que ver qué bien descongelan aquí la merluza», pero todos los recordamos.

Tabaco, hamburguesas y, ahora, pescados 'no cocinados' al fuego. Les recordaré que, de aplicarse estrictamente la legislación alimentaria, comer fuera de casa es un asco. Las tortillas, como las mayonesas, han de hacerse con sucedáneos de huevo, o con huevos pasteurizados o esterilizados, no estoy muy seguro. En un restaurante de carretera hay que comer con agua, no vaya a ser que nos quedemos sin puntos. Y ahora hay que comer pescado congelado.

Desde hace unos años, nos ha invadido una plaga de pescados crudos, macerados, marinados... Por si fuera poco, nuestros cocineros más vanguardistas, que son pocos, y quienes les siguen, que son muchos, preconizan cocciones del pescado a baja temperatura, entre 45 y 55 grados, alegando que esas temperaturas son mucho más respetuosas con el sabor y la textura de la materia prima que las elevadas.

Pues... se acabó. Nuestra ministra de Sanidad y Consumo, en este caso secundada por su tocaya y paisana responsable de Agricultura, Pesca y Alimentación, ha decidido que todo ese pescado ha de ser previamente congelado para evitar en lo posible que nos infectemos con ese parásito llamado anisakis, que en algunos casos concretos puede causar algo más que molestias.

Vayamos por partes. Uno, en lo que a congelados se refiere, está de acuerdo -debe de ser casi en lo único que lo está- con ese gran mercader de la 'nouvelle cuisine' que fue Paul Bocuse. Preguntado por los productos congelados, el cocinero de Collonges au Mont d'Or contestó que «si usted congela gloria, comerá gloria, pero si usted congela basura -eufemismo- comerá basura».