Mujer canadiense se despierta de la anestesia en plena operación. | Redacción Digital

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Donna Penner es una mujer canadiense que en 2008 tuvo que someterse a una operación rutinaria y su experiencia en la sala de cirugía la dejó con síntomas de estrés postraumático.

Donna cuenta su experiencia en el quirófano, para que los médicos no vuelvan a cometer este error.

«Me acostaron en la mesa de operaciones y empezaron a hacer todo eso que hacen: me conectaron a todos los monitores, el anestesiólogo me puso algo por vía intravenosa y luego una máscara, y me dijo que respirara profundo. Al final, me quedé dormida».

«Cuando desperté, todavía podía oír los sonidos de la sala de cirugía, los pasos, el ronroneo y los pitos de las máquinas, el ruido del movimiento de los instrumentos...». «Pensé: «¡Qué bien, ya pasó!».

«Eso cambió unos segundos después cuando oí al cirujano hablar y las palabras que dijo me estremeció hasta la médula de los huesos». «Bisturí, por favor».

Penner no se podía mover, ya que junto con la anestesia le habían aplicado un bloqueador neuromuscular que produce parálisis.

«Desafortunadamente, la anestesia general no funcionó, pero el paralizador sí».

«Entré en pánico. Esperé unos segundos y luego sentí que me hacía la primera incisión, el dolor... No tengo palabras para describirlo. Era horrendo», relata.

«Lo primero que traté de hacer fue levantarme, pero no me podía mover. Sentía como si alguien estuviera sentado encima mío».

«El dolor era tan fuerte y sentía cómo las lágrimas se empezaban a formar. Pero no podía ni siquiera llorar; estaba tan paralizada que no podía producir las lágrimas para llorar».

«Por el monitor yo oía cómo los latidos de mi corazón eran cada vez más rápidos», recuerda Donna.

«En tres ocasiones, durante la operación, logré hacer acopio de todo lo que tenía dentro de mí para mover mi pie un poquito, lo suficiente para que alguien pusiera su mano sobre él. Pero la retiró antes de que yo pudiera volverlo a hacer».

«Estuve en estado de pavor puro. Y no tengo cómo explicar como de fuerte era el dolor», relata.

«Escuché lo que hablaban y lo que hacían, sentí cuando el cirujano hizo las incisiones y cuando introdujo los instrumentos en mi abdomen, y también cómo movía mis órganos mientras exploraba».

Donna estaba programada para que respirara siete veces por minuto, pero su ritmo cardíaco creció hasta los 148 latidos por minuto.

Por fin, cuando la operación estaba llegando a su final, Donna se vio con fuerzas de mover la lengua.

«Empecé a usarla para mover el tubo que tenía para respirar, tratando de atraer la atención. Y lo logré. Pero él pensó que el paralítico ya no estaba teniendo tanto efecto y retiró el tubo que me permitía respirar», explica.

«Había pasado por momentos en lo que la agonía del dolor era tal que pensé que iba a morir, así que ya me había despedido mentalmente de mis seres queridos. Ahora, no podía respirar».

Mientras, la enfermera le gritaba «¡Respira Donna, respira!».

«Y fue entonces que me ocurrió la cosa más asombrosa», dice Donna.

«Dejé mi cuerpo». «Soy cristiana y no puedo decir que fui al cielo, pero tampoco estaba en la tierra. Estaba en otro lugar», asegura Penner.

«Era silencioso, aunque con los sonidos de la sala de operaciones de fondo. Los podía escuchar, pero muy lejanos», explica.

«El miedo y el dolor se me quitaron. Sentí calidez, consuelo y seguridad. E instintivamente sabía que no estaba sola. Había una presencia conmigo. Siempre digo que era Dios, porque no tengo ninguna duda de que él estaba ahí a mi lado».

«Para mantener mi mente ocupada, había estado rezando, cantando, pensando en mi esposo y mis hijos todo el tiempo, pero cuando sentí esta presencia dije: 'llévame a casa, por favor, déjame morir, pues ya no aguanto más'».

«De repente, como si alguien hubiera chasqueado los dedos. Volví a la sala de operaciones, la enfermera gritaba, hasta que el anestesiólogo dijo: '¡póngale la bolsa de resucitación!'».

Cuando el aire entró en los pulmones, Donna sintió un «alivio enorme».

El anestesiólogo le dio una droga para contrarrestar el efecto del paralítico y, poco después, pudo empezar a hablar.

Más tarde, el cirujano fue a su habitación, le tomó las manos y le dijo: «Me contaron que hubo un problema, señora Penner».

Penner le relató en detalle todas las cosas que le escuchó decir mientras él confirmaba con un «sí, yo dije eso».

El doctor no tuvo la necesidad de decirle cuál había sido el diagnóstico: ella lo había escuchado en el momento en el que lo hizo.

En su caso, lo que la ayudó fue hablar de lo que sucedió: «Eso fue lo que me recomendó el terapista: hablar, hablar y luego, hablar más».

Así, empezó a contarle su historia a desconocidos, particularmente a estudiantes de medicina, para que estén conscientes de lo que les puede pasar a sus pacientes sin que ellos se den cuenta.