Noemi Quiñonez, con su hijo, Efraín, con una discapacidad del 68 por ciento. | Click

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Noemí Quiñonez es colombiana, de Barranquilla. Desde hace años vive en Mallorca con su marido y su hijo, Efraín. La COVID, como a muchas personas, les ha afectado muy directamente. Ella trabajaba en hostelería, ganando unos mil euros al mes, más las propinas, que eran alrededor de 300 euros, que con lo que aportaba su marido les bastaba para vivir de forma modesta. «Pero con la COVID me quedé sin trabajo, y con el tiempo dejé de cobrar el ERTE y el paro, por lo cual, los ingresos menguaron. Y como lo que entraba no alcanzaba para cubrir gastos, tuvimos que irnos a vivir a Lloseta, donde estos, pese a que son menores, las únicas entradas aportadas por mi marido no son suficientes para afrontarlos, pues entre el alquiler y los gastos de la casa se nos van cerca de setecientos euros, más luego lo demás…». Y lo demás son Efraín y otras necesidades vitales, como comer.

Efraín, de 20 años, tiene una discapacidad del 68%, por lo que la madre recibe una cantidad al mes como ayuda. Pero, pese a ello, no basta. «Aunque nos defendemos como podemos… Porque para nosotros lo más importante es él. Pero, desgraciadamente, lo que podemos hacer por él para mejorar su nivel de vida no depende de nosotros, sino de la Administración». Para que entendamos mejor su situación, la desglosa en tres partes.

...hasta que un día se plantó

Una. «Efraín, que entre otras cosas ha sufrido siete cirugías, ahora, desde hace dos años, padece hernia de hiato, por lo que desde el hospital de Inca, alegando que la pandemia había originado bajas entre el personal sanitario y un incremento de ingresos de pacientes afectados por ella, le derivaron a la Cruz Roja para que le hicieran una gastroscopia. Eso, repito, fue hace dos años. Pero como no le llamaban para hacérsela, reclamamos sin que nos hicieron mucho caso. Le seguían echando la culpa de los retrasos a la pandemia… Cansada de esperar, me planté y, alzando la voz, pero con educación, les pedí una solución, pues el tiempo pasaba, y no en balde, por lo que el problema de mi hijo podría haberse agravado. Al día siguiente me llamaron para decirme que le iban a hacer la gastroscopia, y que una vez hecha le darían hora para ir al especialista a que le diera los resultados… Y yo me pregunto, ¿le llamará enseguida el especialista o, tal y como están las cosas por la COVID, tardará otros dos años en llamarle? Porque mi hijo no puede esperar más tiempo… Sí, me dirá usted que por qué no le llevo a la privada. Pues no lo hago, aparte de que no tengo dinero para pagar el seguro, porque este no acepta a personas discapacitadas… ¡Otra gran injusticia social!».

Conflicto y carencias

Dos. «Efraín acude a un centro de educación especial, al que hace unos años empezaron a llegar alumnos conflictivos de otros colegios. Sí, como no tenían a dónde mandarlos, los enviaron al de nuestros hijos, lo cual originó una serie de conflictos, algunos muy graves, que fueron aireados por la prensa. Afortunadamente, se dio solución a este asunto llevándose a esos chicos a otros centros. Sin embargo, el colegio se caía, tampoco tenía mucha agua… En pocas palabras, tenía demasiadas carencias, que como se pudo se fueron subsanando. También las carencias eran del orden educativo, ya que el centro precisa educadores especiales y no los tiene en número de acuerdo a sus necesidades. Tampoco hay muchos recursos para que ellos puedan capacitarse… Hay carencias, sobre todo en terapia emocional, en logopedia, algo que mi hijo, y otros chicos, precisan, pero solo hay una profesora».

Negativas

Y tres. «Por otra parte, desde agosto estamos pidiendo renovar su discapacidad, que es del 68 %, porque sin ella no le es posible acceder a las ayudas a los discapacitados, como a cursos, algunos remunerados, o a trabajos, como el de la ONCE. También le han rechazado la beca estudiantil, alegando que tenemos medios económicos, cuando no es así. Vivimos de lo que gana su padre, que no es mucho… Pero lo más sorprendente es que el año pasado, en las mismas circunstancias que ahora, y con los mismos ingresos que ahora, se la concedieron. Por eso no entendemos nada… ¿En qué se basan a la hora de tomar estas decisiones?».

Desmoralizados y agotados

Noemí considera que esto va a peor. «Da la impresión –razona– como si quienes nos gobiernan vieran en nosotros una gran capacidad de sufrimiento que nos hace fuertes, gracias a lo cual aguantamos todo lo que se nos eche, cuando la realidad es otra muy distinta, pues sufrimos por nuestros hijos ante estas situaciones. Y lo peor es que no tenemos nada para solventar esta papeleta, lo cual hace que nos agotemos física y mentalmente... Porque vas a una ventanilla con el problema y te mandan a otra, luego te dicen que llames a un número que nadie descuelga, o si lo descuelgan la voz que te habla te dice que la cita es para dentro de un año, y cuando pasa ese tiempo, nadie te llama… Mientras tanto el problema va creciendo, lo cual hace que nos desmoralicemos y agotemos mental y físicamente. Y a ello sumamos, sobre todo los padres que tenemos un hijo con discapacidad mental, la preocupación por qué va a ser de él cuando nosotros no estemos, lo cual hace que la carga emocional por la que pasamos se triplique. Y encima, vemos que los políticos, a nada que se les presenta un problema económico, recortan Sanidad y Educación, lo cual hace que no levantemos cabeza». Pues esta es la historia de un chico cuya madre solo quiere lo mejor para él.