«El abanico sigue siendo un regalo muy socorrido, gusta tener más de uno para combinarlo con la ropa», asegura Elma Torterolo. | Jaume Morey

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Hace cientos de años, en China, ya se agitaba el abanico. En aquella sociedad refinada era habitual llevar un pequeño estuche con uno dentro, era signo de distinción, sutileza y personalidad. Y es que este pequeño enser sirve para un roto y un descosido: refresca, protege del sol, realza la belleza y, llegado el caso, puede ocultar nuestra vergüenza. Su origen se remonta al antiguo Egipto -se sabe que en la tumba del faraón Tutankamón depositaron como parte del ajuar dos abanicos con mango de metales preciosos-. No fue hasta el siglo VII que se tuvo constancia de su uso en China, quienes con su énfasis creativo los hicieron plegables, inspirándose en las alas de un murciélago. Catalina de Medici los introdujo en Francia en el siglo XVI; un siglo antes ya aplacaban las calores por estos lares, importados de Oriente por los comerciantes portugueses. Y aunque en las últimas décadas el aire acondicionado les ha arrinconado, su espíritu milenario no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente... y han sabido reinventarse y transformarse en un preciado objeto artístico.

Lo atestigua Elma Torterolo, una pintora de abanicos argentina que abandonó la arquitectura para ahondar en esta actividad ancestral. Los ornamenta pincelada a pincelada con la paciencia de un relojero suizo. Llegó a España en 1993, pasó un año en Bilbao y diez en Sevilla antes de recalar definitivamente en la Isla. «Vine a hacer algún máster sobre Patrimonio», pero una llamada cambió el rumbo de su vida, «un ex compañero me ofreció trabajo en su despacho de arquitectos y me vine a Mallorca, pero el despacho sólo duró dos años. Comencé a deambular por otros trabajos de arquitectura y me dí cuenta de que lo que aquí se hacía no me gustaba, además la explotación inmobiliaria era feroz». Bienvenida a la Isla, querida. Su afán de superación le instó a reinventarse. «Siempre había tenido un pequeño tallercito donde pintaba abanicos, en plan amateur, y entonces empecé a pulular por los mercados hasta que me surgió la posibilidad de exponer en Plaça Major».

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Hoy podemos encontrarla en el mercadillo de S’Hort del Rei, «es un mercado muy exigente: De abril a octubre, siete horas diarias, cuatro días a la semana. Pero como vendo bastante tengo que faltar algún día para adelantar género. Vender es rápido, fabricar no», se disculpa. Sus motivos decorativos comprenden una amplia gama, «los hay de muchos tipos, algunos más sencillos y otros más elaborados». Elma está remontando tras una pandemia que dejó tocada su economía. «No tuve ningún tipo de subvención pese a que seguí aportando mi cuota de autónomos, y me quedé con una deuda gigantesca», se lamenta.

Espontaneidad

Esta argentina por la que corre sangre italiana y española, inspira sus diseños en la espontaneidad, «a veces veo a alguien en la calle con un estampado que me gusta y le pido que me deje hacerle una foto», aunque también «rebusco en Internet». Asegura que su trabajo no es sencillo, «el abanico no es una superficie plana, justamente por eso tengo que aplastarlo bastante y es complejo realizar según qué dibujos». Los abanicos más complejos los manufactura en «varios días», para los diseños más sencillos emplea «un par de horas». Reconoce que a veces se aburre de trabajar en los mismos diseños, pero justifica que «hay modelos que son muy vendibles, como las hojitas de ficus, y hay que hacerlos...»

El target de su clientela son «mujeres extranjeras que compran modelos sencillos, el mallorquín compra los más caros porque busca algo diferente». En su opinión, el abanico «sigue siendo un regalo muy socorrido, y gusta tener más de uno para combinarlo con la ropa», concluye.