Imagen del presidente de Rusia, Vladimir Putin. | ALEXANDER KAZAKOV / KREMLIN / PO

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La guerra de Ucrania, que en 2025 entrará en su tercer año, dio un vuelco el verano pasado cuando los soldados de Zelenski, en una jugada tan inesperada como magistral, se adentraron en la provincia rusa de Kursk y se hicieron con una gran extensión de terreno. Se trataba, sin duda, de una apuesta arriesgada, porque para lanzar ese contraataque relámpago, Kiev tenía que retirar a muchas valiosas unidades del frente del Donbás, donde se registran las batallas más duras.

Pero el golpe de efecto fue todo un éxito –y un desastre sin precedentes para la inteligencia rusa– y en unos días los ucranianos tomaron posiciones defensivas en los territorios conquistados. Para Putin fue una humillación pública tremenda, pero el presidente no perdió los nervios y decidió aprovechar la jugada de Zelenki para ir desgastándolo durante meses. Ahora, cinco meses después, los invasores han perdido casi la mitad del territorio que controlaban y las tropas de Kiev están rodeadas por cerca de 50.000 rusos y una división de 12.000 norcoreanos. Las cosas, pues, se ponen feas para los defensores atrincherados.

Sin cartas para una negociación. La importancia de mantener a toda costa Kursk radica en que Zelenski quería llegar a la mesa de negociaciones –que algún día se tendrá que entablar– con un as en la manga. Y esa carta era canjear Kursk por parte de los territorios anexionados ilegalmente por Rusia. Si, en cambio, Putin lo recupera, priva a Kiev de su principal baza para un armisticio.

Castigo energético. En estas gélidas navidades, el ejército ruso está bombardeando sin piedad las instalaciones eléctricas ucranianas, para provocar que buena parte de la población se quede sin calefacción y con temperaturas bajo cero. Es un castigo inhumano, que los organismos internacionales no deberían permitir, porque se ceba en la población civil. La más vulnerable.