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José Ramón Bauzá ha amonestado a Rafel Bosch, conseller de Educación, y a todo su equipo, por la tibieza demostrada, a su entender, en la aplicación de la política lingüística en contra del catalán. El presidente quiere más contundencia. Más leña al fuego, en definitiva. Por eso ordenó –y la filtración fue justamente así: ordenó; o sea, manu militari, como le gusta- que se intensifique la cruzada contra la lengua histórica isleña. De ahí que al conseller –hombre de formas más matizadas y pausadas- no le quedara otra que, si no quería dimitir, ponerse al tajo. Así que destituyó a la mayoría de los inspectores de la conselleria y en rueda de prensa, después del Consejo de Gobierno, anunció que el Ejecutivo ya estudia nuevas medidas para cambiar el statu quo lingüístico. Ahora va a por el Decreto de Mínimos que establece que al menos, de ahí lo de “mínimos”, el 50% de la educación debe ser en catalán. Fue impuesto hace ya casi 20 años por otro gobierno del PP. Un paso adelante en la llamada normalización del catalán. Ahora el PP se lo quiere cargar, al igual que –mediante la reforma de la ley de Función Pública- a la esencia de la ley de Normalización Lingüística, también aprobada bajo un gobierno del PP. Está claro que Bauzá no quiere que pare de ninguna manera la agitación catalanista de calle y en las aulas. Le gusta. Por eso la provoca todo lo que puede. Todos los cambios legales podría haberlos hecho mucho más rápidamente, buscando minimizar la reacción contraria. Para nada: él, en las antípodas de la responsabilidad. Lo quiere así. Con calles y aulas incendiadas.