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Finalmente ha habido pacto entre CiU y ERC. Qué otra opción podía haber. Dadas las circunstancias, era la única. Y todo el mundo lo sabía. Por eso resulta conmovedora la sorpresa que en Madrid algunos dicen haber tenido. En realidad nada más lejos. Pura impostura. Artur Mas no tenía otro remedio –sí, bueno: dimitir, pero esto ya se sabe que no va con los políticos españoles- para poder aguantar en el cargo, ganar tiempo para que ve qué puede hacer –si es que puede algo, que más bien no- y confiar en no tener que convocar de nuevo elecciones en breve tiempo. En Madrid, la derecha más recalcitrante, la de la FAES del ultra Aznar y compañía, se relame ante la debilidad de Mas. Al echarse en brazos de los radicales de ERC los exacerbados nacionalistas castellanistas ya le tienen donde querían. Ahí está el perverso catalán, el rompe España, el traidor, el felón… a por él y a por todos los que como él nos agraden, a por ellos y que nada quede. Y se reafirman día a día en su –de nuevo- Santa Cruzada. Juan Carlos-y-Cierra-España. Antes-roja-que-rota. Y todo lo demás. Afortunadamente los tiempos cambian y no estamos como hace setenta y cinco años. Que si no… Pero no faltan paralelismos. Esa vacua radicalidad del nacionalismo catalán. Esa extrema virulencia del nacionalismo castellanista. Ese intenso deseo de ambos de ir al choque. Esa incapacidad de la moderación progresista –el PSOE, en este caso- de mantenerse a flote. Esa sustitución de la razón por la pasión, lo que tanto agradaba a Mussolini por cierto. Esa invocación a naciones, patrias y demás zarandajas. Esos trapos de colorines que unos y otros blanden como pabellones de su respectiva pureza contra la innata perversión del otro. Ese blanco y negro. Ese todo o nada. Afortunadamente, ya digo, no estamos en los años treinta.