La comparación de Pablo Iglesias de la huída de Carles Puigdemont con el exilio republicano tras la victoria franquista en la Guerra Civil ha levantado muchas críticas. Cada cual tendrá su opinión al respecto. Y todas valen por igual. Unas serán más ajustadas a la historia y otras no tanto, algunas en absoluto y no faltarán las que sean fantasía pura. En el fondo da igual. Es verdad que el líder neocomunista no estuvo muy fino, pero sí que es cierto que hay un elemento igualmente político en el fondo de los dos hechos, aun siendo tan diferentes. El exilio republicano se debió al evidente triunfo militar de la opción política fascista y la persecución legal de los líderes independentistas tiene un trasfondo extraño que si no es político no se entiende y que resulta inquietante.Y esto último es lo que la justicia belga ha dejado claro y que amenaza toda la persecución legal de los hechos ilegales perpetrados por los líderes separatistas catalanes.
Conviene ser precisos. En España no hay presos políticos. No lo son los referidos líderes separatistas. En absoluto. Fueron imputados, investigados, juzgados y condenados por hechos delictivos. No por sus ideas. Como prueba -obvio debería ser, aunque no lo sea para tantos – que los que comparten éstas con ellos sigan al frente de sus responsabilidades institucionales y políticas sin atisbo de molestia legal. Como no puede ser de otra manera en una democracia.
Ahora bien, lo que ha dejado cristalino la justicia belga -al rechazar, ya de forma definitiva, la extradición del ex consejero catalán, también huido, Lluís Puig - es que el procedimiento legal que se puso en marcha para juzgar aquellos hechos -que en síntesis mediática se suele llamar, de forma impropia, el “referéndum” del 1 de octubre de 2017 y la declaración de independencia posterior, entre otros – no fue correcto. Que no concernía hacerlo al Tribunal Supremo. Que debió ser otra instancia la que instruyera y juzgara aquellos acontecimientos, de acuerdo con el sistema de distribución de los casos que se sigue en España, que para la ocasión habría correspondido a un juzgado barcelonés y, para los imputados que gozaban de aforamiento por sus cargos políticos, al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Y añade la instancia judicial belga -el Tribunal de Apelación -, para justificar su fallo, que el hecho de que no se hiciera como debió hacerse, en caso de que Puig fuera extraditado supondría que no se le aseguraría la presunción de inocencia que todo ciudadano de la Unión tiene.
El fallo es brutal para la justicia española. Ergo los medios patrios han pasado de puntillas sobre él. Significa que deja en evidencia no que haya en España -como fantasean los independentistas – “presos políticos” pero sin duda sí que avergüenza a la justicia de este país porque, al menos en este caso -aunque, seamos sinceros, no es el único -, existen indicios de presiones políticas para sustraer el caso de su ámbito judicial correcto para llevarlo a otro. Y cabe añadir que el motivo de la sustracción de competencia se deduce de forma inexorable: favorecer la máxima acusación posible para imponer medidas cautelares y/o impulsar las más severas penas.
El fallo del Tribunal de Apelación belga supone la casi certeza de que Puigdemont no será extraditado. Y a la vez permite creer que al final el Tribunal Europeo de Derechos Humanos va a infligir al Tribunal Supremo un varapalo histórico, en probable forma de anulación de condena. Grave sería poco.
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