TW
0

No hay duda de que la COVID-19 ha marcado a fuego nuestra forma de vida. Ha pasado ya más de un año desde que, de golpe, abrimos los ojos y nos encontramos de la noche a la mañana con una realidad desconocida: el coronavirus. La vida se transformó hasta unos límites que jamás hubiéramos imaginado.

Durante más de dos meses el mundo se paró y nuestras casas se convirtieron en un búnker, donde nos protegíamos de la pandemia. Nuestras vidas se volvieron irreconocibles; nos acostumbramos a vivir amenazados por el aire que respirábamos y nos lanzábamos besos y abrazos por las pantallas. También nos hemos sometido a la tiranía de las incómodas mascarillas. Peor fue para aquellos que fueron machacados de verdad, arrancándoles a familiares o amigos, o cerrándoles negocios de la noche a la mañana. Y qué decir de los abnegados sanitarios, que se desvivieron por todos nosotros, sin más recompensa que los aplausos de las 8 de la tarde.

Ahora, con la primavera, como las golondrinas, llegan también las ansiadas vacunas, como una gran dosis de vitalidad y esperanza que empujará nuestras vidas. Volveremos a abrazar y besar a nuestros hijos y nietos. Volveremos a reunirnos de nuevo con los amigos que llevamos casi dos años sin ver. Volveremos a planear futuros viajes. Volveremos a comer en nuestro restaurante de siempre. Volveré de nuevo al cine, aunque sea para ver Volver a empezar. Y no se inquieten, que todo esto lo encontraremos a la vuelta de la esquina.

Los expertos en salud no se atreven a asegurar que este sea el fin de la pandemia. Aún quedan muchas dudas por resolver. Pero, ciertamente, la mayoría de nosotros miramos el futuro con una cierta ilusión.