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Queremos llevar mascarillas. Aunque al principio nos resultaban tan extrañas como la escafandra de un buzo o el casco de un astronauta, ahora son familiares. Hace tantos meses que no salimos de casa sin ellas... Han ocupado un lugar destacado en nuestras vidas. Tuvimos que acostumbrarnos a los rostros sin sonrisa. Sebastià Serrano, especialista en comunicación no verbal, decía que la boca es la parte del rostro que expresa más la alegría. Analizaba la hostilidad que se genera en el ambiente cuando no podemos interpretar los labios de los demás. Indicaba también que los ojos reflejaban el miedo. Conclusión: habitamos un mundo sin sonrisas plagado de miradas aterrorizadas.

No lo hemos elegido. Nadie escoge el tiempo ni las circunstancias que le tocan vivir. Al principio, la palabra pandemia nos sonaba a película de ciencia ficción. Como no nos queda otra que adaptarnos a la adversidad, hemos aprendido a incorporarla al mundo real. De la misma forma que introdujimos conceptos como PCR, gel hidroalcohólico o prueba de antígenos. Así como nos aproximamos a las mascarillas: primero con rechazo e incomprensión, después como una necesidad para la supervivencia. Hasta que las mascarillas se convirtieron en algo tan necesario como el pan nuestro de cada día.

De repente, se quitó la obligación de llevar mascarilla en los espacios abiertos (siempre que se mantuviese la distancia conveniente por supuesto, detalle que demasiada gente ha obviado). Había habido una mejoría de los contagios. Sin embargo, el alivio duró poco. Volvió a aumentar el número de positivos. Esta vez la rueda maléfica apuntó a los más jóvenes y se volvieron a disparar las alertas.
No necesitamos que nos ordenen llevar mascarilla por la calle. ¿O si? Me parece una cuestión de sentido común. Volvamos al refugio de las mascarillas antes de que se multipliquen los casos, se disparen los enfermos y se colapsen los hospitales. Seamos sensatos.