Para los de mi generación, las líneas de la biografía podrán haber sido tres: la recta, la curva y el círculo. La línea más marcada en nuestra etapa juvenil fue la recta, esa línea que lanza hacia fuera en busca desesperada de la diana mejor, la utopía estaba al alcance. Y fuimos derechos a la conquista de lo habido y por haber.
La vida siguió y llegó la complejidad y, con ella, la complicación. Ya no todo era simple, sino más bien curvilíneo. En la edad adulta vas teniendo colegas a tu lado que son verdaderos expertos en vericuetos, medias verdades, zancadillas, simulaciones y trampas, y uno se va contagiando, unas veces sin querer y queriendo, otras. Y así aprendimos a llamar felices a paraísos que sólo eran fiscales. Y dejamos de decir lo verdadero porque era lo éticamente justo y empezamos a decir lo agradable porque era lo correcto políticamente, ganando así en autocensura lo que se nos perdía en libertad.
Y ahora vamos intuyendo que, en la ancianía, el círculo, que ata cabos y cierra ciclos, sería la figura geométrica más idónea: tiempo de armonizar sostenidos con bemoles, aliñar avinagrados con dulces, ligar vergüenzas con trofeos; un tiempo apropiado para firmar un pacto de no agresión entre todos aquellos egos que fuimos.
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