Cuando el otro día Marc Tur cruzó la línea de meta de la prueba olímpica de los 50 km marcha en cuarto lugar, al ecuatoriano Claudio Villanueva todavía le faltaban diez kilómetros por recorrer. Villanueva no era, sin embargo, una de esas exóticas excepciones con las que el COI se da gusto a sí mismo con la excusa de la universalidad de sus Juegos: en algún momento de estos últimos meses, Claudio Villanueva seguramente también soñó con ganar esa carrera.
A Claudio la vida no le ha tratado como merece. Hijo de un español que un día cerró tras de sí la puerta de su casa sin que nunca más se volviera a saber de él, durante años tuvo que compaginar sus entrenamientos con diversos trabajos, desde taxista a vendedor de fruta en el mercado, a la espera de que un gran resultado le abriera las puertas de los patrocinadores y las ayudas institucionales. Fue buscando eso mismo cómo hace algo más de diez años, después de renovar ese pasaporte que le dejó su padre como única herencia, llegó a España. Quizás no le fue como esperaba, pero de su estancia entre nosotros quedó el recuerdo de su participación como español en varios campeonatos internacionales y un verano en Mallorca en el que una noche de agosto apareció en la plaza del Güell dispuesto, él también, a ir a Lluc a peu.
Lesionado en el mismo Japón, el marchador ecuatoriano sabía que no iba a poder pelear por esa medalla que un día pensó colgar del cuello de su hijo Santi, el pequeño con parálisis cerebral cuya continua lucha es hoy su mayor inspiración. Sabía también que, de empeñarse en tomar la salida, solo podía aspirar a acabar el último. Las imágenes de Claudio Villanueva llegando por fin a meta una hora después del polaco Tomala han quedado para la historia del olimpismo. He escuchado que algunos le han llamado héroe. No lo saben bien.
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