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Catorce mil artículos revisados, años de investigación de multitud de científicos, contrastes con casos concretos, todo para llegar a esta conclusión inquietante desde el Panel Internacional del Cambio Climático: ya vamos tarde para atajar los problemas que está provocando el cambio del clima, una amenaza advertida hace años, desde la década de los setenta, por el Club de Roma, por científicos dedicados a tratar los impactos ecológicos del crecimiento y por el movimiento ecologista.

Frente a estas evidencias de la ciencia, en años recientes aparecían en los medios de comunicación artículos firmados por otros académicos –y también creadores de opinión sin base científica alguna– que iban en una dirección optimista en el campo ambiental. Se hablaba de una economía de la abundancia, donde la escasez desaparecería gracias al impulso de la ciencia y de la tecnología. Los ejemplos que solían argüirse eran variados: la obtención de energía limpia, el desarrollo de las renovables, supondría, según tales previsiones, un mundo de energía infinita a coste casi cero. La síntesis artificial de alimentos constituía otro campo en dicho avance: la generación de comida infinita, creada en laboratorio, a partir de células madre y a costes decrecientes; esto afectaría igualmente a la producción de carne sintética creada sin animales.

Esta confianza absoluta en los progresos técnicos elude el funcionamiento de los principios físicos de la termodinámica, toda vez que para obtener la mayor cantidad posible de energía solar se van a necesitar importantes stocks de capital cuya generación va a requerir el consumo de la energía convencional en sus primeros estadios. La filosofía que impregna las ideas más convencionales proviene de los discursos más asimilados por la economía académica, bajo dos preceptos: la existencia de recursos infinitos; y lo que se ha venido a calificar como teorías energéticas del valor, es decir, la tesis de que el desarrollo científico proporcionará toda la energía necesaria para reciclar. Es el «dogma energético» criticado por el gran economista Nicholas Georgescu-Roegen.

El cambio climático ya está sacudiendo principios e instituciones muy ortodoxas: afecta también a las finanzas. Según un estudio reciente (Dikau, S.-Volz, U.: ‘Central bank mandates, sustainability objectives and the promotion of green finance’, Ecological Economics, vol. 184, junio 2021), los 135 bancos centrales analizados han asumido que el cambio climático posiblemente tenga implicaciones significativas no solo para sus operaciones básicas, sino que también se plantea la cuestión de su papel más amplio en el tratamiento de los riesgos y la mitigación relacionados con el cambio climático. La inquietud es patente. Claro y raso: la mayoría de los bancos centrales deberán incorporar los riesgos climáticos y de mitigación en sus marcos de implementación de políticas para salvaguardar de manera eficiente y exitosa la estabilidad financiera y de precios. El coste de no involucrar al banco central en la promoción de las finanzas sostenibles puede llegar a ser muy alto. Finanzas y clima. Clima y economía: nuevas ecuaciones.