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A veces, solo a veces, existe el árbol de tu vida. No lo eliges, como tampoco escoges a los grandes amores, sino que está ahí, en el momento justo. Mi almez crecía frente al balcón de la casa de mis padres. Un árbol fuerte, centenario. Desde niña formó parte de nuestro paisaje. A través de los cristales observábamos en sus hojas el paso del tiempo: las ramas desnudas en invierno, el verdor incipiente, fresco, de cada Primavera, la frondosidad luminosa de todos los veranos, y los ocres del otoño, cuando caían las hojas hasta cubrir el suelo de una alfombra amarilla.

Siempre me había gustado sentarme en el sofá de la casa de mis padres y observar el almez. Nuestro «Lledoner de la clastra», el mismo que a menudo contemplaba mi abuela para medir el tiempo, aquel bajo cuya ramas crecimos cuatro hermanos, y juegan los nietos de la familia. Es un árbol que hemos mirado tantas veces… que nos ha esperado siempre, que no creíamos vulnerable.

Los árboles tienen una vida intensa que, a menudo, se une a la nuestra. Su presencia nos acompaña en los momentos felices, y en tiempos amargos nos presta consuelo.

Esta semana, de noche, se partió nuestro árbol centenario. Cayó sin ruido, sin avisos ni quejas. Una gran parte de sus ramas fueron al suelo, rotas por el rayo de los años, del tiempo inclemente. La visión de su derrota nos consternó al descubrirla por la mañana: ese sentimiento de pena, el miedo a la pérdida de un árbol que nos lleva a cada uno grabado en su corteza.

Al verle derrumbado, recordé los versos del poeta Joan Alcover: «Jo só l’esqueix d’un arbre, esponerós ahir». Me pregunté sin quererlo si ese árbol herido era como soy yo ahora. No pude evitar llorarlo, como se llora a un muerto. La imagen perdurará en mi retina. Conservaré el recuerdo del árbol caído, recordándome que nada es eterno, que todo tiene un tiempo y un final, aunque el verde de sus hojas se mantenga vivo en mi recuerdo