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A veces se me olvida que la vida es un espectáculo. Para muchos se trata de un espectáculo desolador, lleno de imágenes que preferiríamos olvidar. Para otros es un montaje visual lleno de sorpresas. Estoy sentada en un avión destino a Palma. La ruta Barcelona-Palma era familiar para mí. Algo sabido casi de memoria, que repetía a menudo, como si se tratase de un ritual. La pandemia ha convertido lo cotidiano en extraordinario. Lo que antes formaba parte de nuestro día a día es excepcional. Antes de coger ahora este avión me ha invadido una sensación de sorpresa. Me he sentido como una niña que viaja sola por primera vez. No sucede nada extraño a mi alrededor. Casi todo es como lo recordaba, excepto las mascarillas y los geles. Las normas contra la COVID-19 se van repitiendo por megafonía, como una canción monótona.

Miro el cielo desde la ventanilla: blanco, azul y rojo. Funcionamos por asociación de ideas. Las pinceladas rojas de cielo me recuerdan las imágenes dantescas que, durante tantos días, nos ofrece el volcán de La Palma. El rojo desde una ventanilla de avión no tiene nada que ver con el fuego que todo lo devora, esas llamas salvajes que la tierra vomita para destruir el paisaje, las casas e incluso la memoria de la gente. La memoria está hecha de recuerdos. Si el fuego y la lava arrasan aquellas pequeñas cosas que han construido nuestras vidas, se desvanece la memoria. Y eso es terrible.

En La Palma hay mucho dolor, pero también alegría. Es curioso como el espectáculo de la desesperación puede convertirse en fiesta. Me explican que muchos turistas visitan La Palma estos días. Su objetivo es fotografiarse cerca del volcán. Buscan la postura adecuada, ponen expresiones caricaturescas, mueven los brazos y gesticulan. Se hacen fotos que cuelgan en Instagram: quieren demostrar que ellos también formaron parte del espectáculo.