En este siglo plagado de conflictos aparentemente inacabables, los dirigentes de organismos e instituciones internacionales sienten la urgencia moral de atender a aquellos que se ven forzados a abandonar sus lugares de origen, buscando refugio en otros países. Otra cosa es que se atienda debidamente a los refugiados y que el suyo sea un problema resuelto, pero cuando menos gozan de consideración ante los gobiernos que les acogen y con mejor o peor suerte son incluidos en programas de protección.
Menos fortuna tienen los desplazados internos, aquellos que se ven obligados a abandonar sus hogares debido a los atropellos que sufren en sus derechos elementales o simplemente por catástrofes naturales y vagan por sus países, muchas veces perseguidos y otras, abandonados a su destino. Suele ser un destino terrible que supone el estar bajo el control gubernamental o de los mismos grupos armados y bandas que les han obligado a abandonar sus hogares.
Los así desplazados carecen de la protección efectiva de ninguna institución y la legislación internacional al respecto apenas se ocupa de ellos. Es cierto que en la ONU se creó a finales del 2019 un denominado Panel de Alto Nivel sobre Desplazamiento Interno –¿suena tan pomposo como provisional?–, que hasta la fecha ha limitado su labor a aproximarse al drama que suponen unos 55 millones de seres humanos desplazados en su tierra natal pero lejos de sus hogares.
Tan sólo en Afganistán se calculan unos 650.000. Su futuro es incierto, en manos de gobiernos, sociedades civiles, oenegés y toda la ayuda privada que se pueda reunir. Desplazados y abandonados.
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¿Cuánta demagogia se esconde tras la palabra solidaridad? ¿Cuánto daño se hace creando un efecto llamada que después resulta un espejismo? ¿Cuánta responsabilidad tenemos en que esto suceda?