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Los trabajadores estadounidenses han dicho basta. Por allí es normal tener dos o tres empleos y ningún día libre, con jornadas semanales de 60 horas, sin seguridad social, sanidad ni jubilación. Impelidos a competir y mal pagados y tratados, se han convertido en esclavos sin tiempo propio, en vidas degradadas a cambio de una hamburguesa y un automóvil, obesos por la comida basura y las horas libres ante el televisor, mientras el inefable Elon Musk acumula más dinero que toda América Latina o Jeff Bezos más que Canadá. No son los subsidios –por lo demás escasos en los EEUU– el motivo del abandono, sino que ya no vale cualquier condición de trabajo. Ya no pueden más, no lo soportan.

Algunos –muchos– acaban malviviendo cerca del lumpen o drogándose con fentanilo, pero la mayoría ha decidido, de forma más intuitiva que organizada, dejarle claro al patrón quién es realmente imprescindible en el sistema productivo, que todo tiene un límite y no aceptan vivir como esclavos.

Lo llaman «la gran dimisión». Sólo durante el pasado agosto, el 2,9 % de la fuerza laboral renunció a su trabajo en lo que equivale a 4,3 millones de renuncias. Según un sondeo reciente entre personas asalariadas, más de la mitad de los trabajadores quiere dejar su trabajo y encontrar algo mejor. En un país casi sin sindicatos (sólo un 6 % de los trabajadores no públicos está sindicado), el exsecretario de Trabajo Robert Reich calificó de «huelga general no oficial» la situación. Pero, además, quien no tiene trabajo renuncia cada vez más a buscarlo, prefiere hambre en casa antes que explotación en el tajo. Es también la primera huelga de parados conocida, y el fenómeno parece tener eco en Europa, donde la hostelería, el transporte y otros sectores comienzan también a decir basta. Después de 40 años de neoliberalismo, globalización y deslocalización industrial, se da la vuelta la tortilla. El capitalismo salvaje de Margaret Thatcher y Ronald Reagan agoniza en un mundo podrido por la desigualdad, la explotación y la destrucción ecológica.

El sueño americano acabó en pesadilla distópica. Los trabajadores estadounidenses no están desarrollando conciencia de clase, pero sí instinto de clase; no es una revolución, pero es una revuelta. Algo está cambiando en Occidente, permanezcamos atentos.