Cambiar tu día libre por las razones que sea tiene algo parecido a descubrir un mundo nuevo. Es como si te cambiaran el escenario de siempre, como si añadieran personajes desconocidos a la trama o cambiaran la trama misma. A veces, un gesto o movimiento realizado a una hora diferente a la habitual –salir a la calle, por ejemplo– hace que lo veas todo de otra manera. Pasar por un sitio por donde siempre pasas, pero a una hora diferente, provoca que cambie el sitio mismo. «Esta es la hora de los jubilados», le oí decir a un hombre sentado en un bar. Miré a la parroquia y, efectivamente, la vi diferente a la de otros días que me dejo caer por allí. Era un bar de esos que tienen periódicos de papel.
Y, a esa hora diferente, se notaba que (los periódicos) habían pasado varias veces de mano en mano. Uno llevaba incorporado, incluso, anotaciones manuscritas que, de hecho, venían a ser un artículo editorial alternativo al que salía impreso. Librar en un día diferente te permite, también, saber de horas que pensabas que no existían y descubrir que hay gente que las emplea para pasear e «ir de compras», concepto muy peculiar, sobre todo si diciembre anda ya cerca y listo para asomar en cualquier momento una vez que se han encendido esas luces de colorines de allá arriba. En esos días cambiados, descubres horas que no sabías que existían (o a las que se puede dar un uso diferente) pero, también puedes darle una vuelta o dos a la hora de la siesta. Ay, la siesta. Sé de gente que no sale nunca sin la siesta, que la lleva incorporada en su mochila y que, vaya donde vaya, la saca de ahí y la utiliza. Ya sea tras una comida en casa ajena o durante una excursión.
La siesta en el día libre cambiado también tiene su aquel. Me gustan, especialmente, las siestas que te permiten soñar. Pero no soñar con la paz en el mundo y cosas así: soñar de ver piezas breves en sesión continua.
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