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El fanatismo está matando esta política de emociones. Los progres están de subidón tras sus congresos de fin de semana y el PP renueva juntas locales con la ilusión de ser aquel partido que Cañellas y Matas gestionaron desde el olimpo de los votos (hasta el punto de que una desconocida profesora de universidad podía conseguir más de setenta mil votos en Palma). Aplausos, liderazgo y victorias futuras son el escenario perfecto para las nuevas formas de ego transformadas en tuits, posts de Facebook y selfies. Porque la virtualidad ha supuesto una mayor degeneración de la política, ha supuesto el alejamiento real de nuestros representantes que lanzando mensajes en redes ya entienden cubierto el expediente de dar explicaciones. En esta política de enfrentamiento y odio es imposible llegar a consensos y también es utópico alabar medidas que no correspondan al propio partido. Tampoco son aceptables, y son considerados enemigos, aquellos ciudadanos con ideas y medidas que correspondan a diversos partidos e ideologías. Esta política solo permite un único carné y unos únicos amigos.

Sé que no puedo defender que enemistarse por política sea algo propio de estos tiempos modernos. Sin embargo, sí es actual sumarse a esa vorágine de acoso y derribo del que no es igual y que suele materializarse con el insulto, desprecio y el bloqueo en las redes sociales. El panorama actual es tan tóxico que sólo se escucha a los allegados, incapaces de encajar críticas y mucho menos de entregarse al honroso acto de reconocer los errores. Nada bueno podemos esperar en unos tiempos donde más que gestionar emociones hay que solucionar problemas. La función de la política dista mucho de la que tienen los campos de fútbol y, a menudo, percibo la misma catarsis que cuando se mete o falla un penalti. El partido discurre por la derrota y, mientras escribo estas líneas intento convencerme de que no me he dejado atrapar por el pesimismo. Acudo al maestro Bukowski para resolver entre realismo o pesimismo.

Él no quería salvar el mundo ni hacerlo mejor y su único objetivo era contarlo. Tan solo un escritor que escribía «desde el asco más absoluto» es capaz de recordarnos que la diferencia entre la democracia y la dictadura es que en nuestro sistema votamos primero y obedecemos después y en las dictaduras ya no hay que perder el tiempo votando. Es una visión muy cruda pero estos políticos que nos gobiernan le han dado un pleno sentido. Nos someten sin preguntarnos, sin justificar, aprobando normativas absurdas que no reúnen las exigencias propias de una buena regulación. Las cosas pueden ir mal y la fortuna abandonarnos, pero si el sistema falla las personas desatan su lado más irracional. Poco hemos aprendido, maestro Bukowski y, por desgracia, ni tan siquiera el whisky es bueno.