Piketty advierte una vez más de un aspecto sobre el que otros economistas también han incidido: la formación de ese necesario Estado del bienestar desde 1945 se truncó con la revolución conservadora de los años 1980. Esta se tejió de la mano del monetarismo de Milton Friedman, premio Nobel de Economía de 1976 –y, no se olvide, gran avalista de la política económica del dictador chileno Augusto Pinochet–; y del ascenso al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Desregulaciones, reducciones de impuestos a los más ricos, privatizaciones, rigideces presupuestarias, han guiado la economía mundial y las enseñanzas de la economía como disciplina académica, con la pretendida leyenda de que esto es la única ciencia social posible.
La visión de Piketty es de un federalismo europeo que defiende la mancomunidad de la deuda soberana de los países de la Unión Europea, la urgencia para que paguen los que más tienen –y que suelen eludir su responsabilidad fiscal evadiendo capital hacia paraísos fiscales–; y, a la vez, hace una seria advertencia: sólo con fórmulas de gobernanza pero, al mismo tiempo, de contundencia política, los más ricos –ese uno por ciento que se detalla en las estadísticas oficiales, que detenta el grueso de la riqueza mundial; esto no es una opinión: son datos– se avendrán a pagar lo que les corresponde por justicia social. Porque no puede ser que quienes se aprovechan de las infraestructuras públicas, de la sanidad pública, de la educación pública, del enorme esfuerzo canalizado hacia la investigación y el desarrollo desde el sector público, de la formación de un capital humano generado desde las administraciones públicas, recojan todo ese ingente esfuerzo y trasladen, con una facilidad escandalosa, sus capitales y beneficios hacia territorios que esconden esas sumas para evitar el pago de los impuestos que les corresponden.
El sector público, los gobiernos, las políticas fiscales, no deben caer en la ingenuidad. Facilitar la recuperación económica desde el gran motor de la inversión pública y de las ayudas a las empresas, no ha ser un ejercicio sin retorno: y en éste, el devengo de impuestos forma parte de la ecuación. Los gobiernos no pueden ser solo prestamistas de última instancia –una expresión muy adecuada de otro gran historiador económico, Charles Kindlerberger–, sino inversores en primera instancia. Y, como tales, exigir las contrapartidas perentorias que compensen el enorme esfuerzo de toda la sociedad. Los impuestos, como primera estación de salida. Piketty, de nuevo: dando en el clavo.
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