De repente me han vuelto a bombardear a llamadas desde distintos puntos de la península: Zaragoza, Cádiz, Madrid, Navarra, Logroño, etcétera. Y eso que había estado más de un mes en calma total. Es como si hubieran dado pista libre y de golpe dijeran: «vamos a empreñar al tipo ese que se cree que se ha librado de nosotros: los vendedores por teléfono». En el pasado, cuando por un despiste descolgué el móvil, me topé con individuos entusiasmados, amables en un principio, de timbre fonético agudo y modulado que no paraban de hablar en voz alta y cantarina como si se tratase de un disco de vinilo rayado, pese a que la mía se perdía entre la suya en un quejido: no me interesa, ¿no me oye? No me interesa.
El procedimiento habitual para zanjar aquel monólogo era cortar de cuajo. Tecla roja y a tomar por saco. Después procedí a simplemente mirar detenidamente la pantalla, no contestar si no conozco el número, y luego comprobar en Google si el número que me llama ha sido denunciado. Todos lo han sido alguna que otra vez. Luego vuelvo a la llamada perdida y bloqueo el número. En la actualidad he bloqueado a más de 60 vendedores. Algunos denunciantes afirman que el acoso es continuo y que las llamadas se producen también a horas intempestivas.
Naturalmente los vendedores son unos mandados y no pienso que telefoneen por gusto. Pero, ¿de verdad alguien se rinde antes las promociones de un desconocido que te llama al móvil porque alguna compañía le ha facilitado tu número como el de otros miles de números? Me parece de ciencia ficción, pero también apuesto a que yo me quedé anclado en el siglo pasado como poco y todos estos cambios, actitudes y modalidades de empleo superan el poco brillo de entendimiento que me queda.
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