Parece que las redes sociales han venido a acentuar todavía más la repulsiva idea de que solo las personas que cumplen con un determinado estereotipo físico pueden ir tranquilamente a la playa y ponerse un bikini. Seamos realistas: si las modelos de metro ochenta y 90-60-90 cobran lo que cobran es porque son excepcionales. Ejemplares raros de la raza humana que otros, el resto, tratan de emular a base de cirugías, tratamientos de belleza, maratones gimnásticos y dietas draconianas. Lo que significa que el común de los mortales, digamos un 90 por ciento, tienen, tenemos, otro tipo de cuerpos. Igualmente perfectos, pues nos permiten respirar, soñar, movernos, hablar y amar.
Pero alguien quiso en algún momento –mucho antes de las redes sociales– imponer un único estándar de belleza que nos ha machacado desde entonces. Los ingresos hospitalarios por trastornos de la alimentación no dejan de crecer, el negocio de la estética tampoco. Y quienes van a la playa en bikini –lo normal– y muestran retazos de piel con arrugas, grasa acumulada, estrías, celulitis, verrugas o lo que sea –lo normal–, son vapuleados en las dichosas redes.
O bien, al contrario, se les tilda de «valientes que dan lecciones de amor propio». ¿Perdón? ¿O acaso la playa –que está ahí por naturaleza y no es un recinto privado con derecho de admisión– es exclusiva para modelos? Que yo sepa, es un lugar de uso público y de disfrute del sol y del mar, seas quien seas y como seas: abuelos, niños, jóvenes y adultos. ¿Desde cuándo es valiente ser como eres? ¿Desde cuándo necesitas la aprobación ajena para ser como eres?
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