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Los estadounidenses están acostumbrados a ciertos vaivenes de la economía en clave fugaz. Sus crisis duran poco, mientras los períodos de estabilidad se prolongan en el tiempo. Aquí nos hemos habituado a golpe de porrazo a todo lo contrario: unos efímeros momentos de bonanza y tranquilidad, seguidos por larguísimas crisis de las que nos da la sensación de que nunca saldremos.

Esta última es ya kilométrica. Extenuante. Muchos jóvenes que empiezan ahora su vida adulta no han conocido otra cosa que la crisis económica, desde que en 2007 la estafa bancaria de las hipotecas subprime norteamericanas nos salpicó de forma tan violenta. Quince largos años en los que el ciudadano común no ha conseguido ver un aumento de salario, facilidad para obtener un crédito, expectativas de mejora económica en ningún aspecto. La única esperanza para muchos es alcanzar la edad de la jubilación a tiempo para garantizarse esa paga.

Y ni eso está seguro, por lo que filtran los medios. En este maremágnum de pesimismo, las noticias que llegan desde el otro lado del Atlántico son preocupantes. La Reserva Federal anuncia subidas de las tasas de interés sin complejos, mientras los analistas anticipan la casi segura llegada de una nueva recesión entre finales de este año y principios del siguiente. ¿Cuánto tiempo de respiro nos ha dado la economía esta vez? Después del mazazo de la pandemia empezábamos ahora a coger aire. Con tiento. Pero no nos dejarán llenarnos, no. La inflación y la subsiguiente subida de tipos provocarán de nuevo un parón del consumo. El castigo inmerecido otra vez para quienes solo aspiramos a vivir con cierta holgura.