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Parecía que nunca iba a llegar, pero dentro de unas pocas líneas, justo al final de este párrafo, al fin empezaré mis vacaciones estivales. Espero que lo agradezcan tanto como yo, porque si yo ya estoy muy harto de mí, no quiero ni imaginar lo hartos que estarán lo demás. Todos necesitamos un bien merecido descanso, y perdernos de vista unas semanas. Y aunque normalmente mi timidez me hace preferir las despedidas a la francesa, o mejor aún las desapariciones súbitas, en este caso la cortesía me obliga a despedirme temporalmente como es debido. Hasta luego, si Dios quiere. No me voy a ninguna parte, pero como si me fuera a un universo paralelo, porque estaré de vacaciones de todo, pero de todo, hasta septiembre.

Este año me hace más falta de lo habitual largarme (a mi sillón, con un cenicero y un trago), ya que últimamente me noto cosificado. Ojo, que eso de sentirse cosificadas no es sólo una desgracia de chicas; a mí el calor me cosifica muchísimo, me reduce al cuerpo y nada más, con la vergüenza que da arrastrarlo de aquí para allá. Y si el calor cosifica, la vejez más aún. En los viejos todo es cuerpo, todo el mundo se interesa únicamente por su cuerpo, que si la tensión, que si los triglicéridos, que si el colesterol, que si ese lunar que tienes junto a la ceja, que si te veo bastante bien para tu edad… Mi doctora, que es la mejor doctora del mundo, me vigila y escruta el cuerpo como si fuese una tacita de la dinastía Ming, muy quebradiza, y sólo cuando se convence de que no voy a reventar en mil pedazos por el momento, repara en mis posibles dotes intelectuales.

No me cosifiquen tanto, dan ganas de decir. Pero sería una grosería, porque cualquier anciano sabe perfectamente, mucho mejor que una chica, que lo único interesante que le queda es el cuerpo, ahí resistiendo contra todo pronóstico. No tengo quejas del mío, pero cuando se convierte en lo único importante, necesito vacaciones. ¿Para descosificarme? No, eso es imposible. Para cosificarme yo mismo, por voluntad propia, sin intromisiones ajenas, sin observadores indeseados. Para dejar el cuerpo (la cosa) en un lugar fresco y cómodo, como si fuera una vasija de porcelana. Hasta luego, si Dios quiere.