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Es muy difícil predecir una crisis económica. Hacer ese augurio en clave genérica es complicado, si se hace con honestidad profesional –es decir, utilizando datos objetivos, sin tergiversarlos–; otra cosa es que uno vaya diciendo que viene una crisis y, como la economía es cíclica y aquélla acaba por llegar, se ponga la medalla indicando que acertó al aventurarla. Así el más tonto hace relojes; o el lobo acaba por atacar al rebaño de ovejas, tarde o temprano, tras muchos avisos fallidos. La fiera siempre acecha, y aparece. Pero afinar el momento en la detección de las crisis es tarea harto compleja: nadie puede aventurar eso, a no ser que peque de una gran arrogancia, no exenta de cierta estupidez.

Los estudiosos de las crisis económicas han confirmado esto que decimos con sus análisis sobre los orígenes y desarrollo del crack de 1929; igualmente, con las recesiones de 1973 y 1979; y, más cercana, con la Gran Recesión de 2008. Claro y raso: nadie vio venir esas intensas coyunturas recesivas, aunque se haya censurado a los economistas y a los políticos su incapacidad para otearlas y, por tanto, el no advertir de su inminente llegada. La Economía no es una ciencia exacta. Como ciencia social, tiene límites claros, precisos, toda vez que su materia prima es el comportamiento de los agentes políticos, económicos y sociales: de los seres humanos, en definitiva.

Y eso no siempre está regido por principios de utilidad, ni por puntos de equilibrio casi automáticos a los que se llega tras posiciones de gran racionalidad, ni por el precepto de que una cosa cambia mientras el resto de factores quedan inermes (en caeteris paribus). La economía es inestable –como nos enseñó Hyman Minsky– y tal vez la principal función del economista es tratar de estabilizarla haciendo servir, con enorme modestia al conocer la incertidumbre, su caja de herramientas. En ella existen distintos instrumentos, y no siempre funcionan los mismos en todo momento, en cualquier lugar, en cualquier tiempo, al margen de las condiciones sociales.

Sin embargo, existe algún indicador que suele ser de gran interés para identificar una posible evolución hacia un escenario de crisis. Fíjense que esto se escribe con prudencia y cautela franciscanas. Este indicador es el beneficio empresarial, que recoge no solo expectativas, sino una realidad tangible, objetiva. Existe una prolija literatura económica sobre el tema, desde postulados ideológicos dispares –liberales, marxistas, postkeynesianos, para ser sintético–, con un apunte en el que pueden coincidir con, eso sí, grandes matices: una caída en los beneficios de las empresas avanza una coyuntura de crisis, cuya dimensión y profundidad se desconoce.

La causa: menos ganancias infieren una reducción de la inversión privada; la retracción de la actividad económica. Por el contrario, el avance de los beneficios o su permanencia inciden en una mejor trayectoria para el futuro. En ambos casos, el sector público debe estar atento: ya sea utilizando la palanca de la inversión cuando la privada se contrae; ya vigilando la evolución de esos beneficios. En ambos supuestos, contribuyendo a mejorar la coyuntura.