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El ecuador del mes de agosto es sinónimo de fiestas patronales y verbenas en muchos rincones de España y Mallorca no es una excepción. La laxitud propia de esta jornada festiva, calurosa y masificada proporciona un excelente momento para rendir un modesto homenaje a ese brebaje dulzón y colocón que nos alegró la juventud a toda una generación y espero que continúe haciéndolo a la siguiente: el kalimotxo. Hoy son una pandilla de jubilados canosos, pero hace cincuenta años eran un grupo de adolescentes vascos, de Getxo, encargados de organizar las fiestas del puerto. Han contado la anécdota mil veces, pues tiene su gracia. Tenían que contar con dos mil litros de vino tinto para abastecer a los participantes del festejo, cuando descubrieron horrorizados que se había picado.

Resolutivos y temerarios a partes iguales, decidieron mezclar aquella porquería con Coca-Cola fría para hacerla bebible –dicen que olía fatal– y entre risas y temor bautizaron el combinado con el nombre hoy universal que une los motes de dos miembros de la cuadrilla: Kalimero y Motxo. El invento no gustó, entusiasmó, y no tardó en extenderse a todas las fiestas populares de los alrededores en aquel mismo verano de 1972. Desde entonces ha conquistado a todo el país e incluso se ha exportado.

Es barato, está rico y alegra la vida. Así que es perfecto. Luego llegaron opciones más sofisticadas y otras criminales. La lacra de las drogas y el afán de beber hasta el coma etílico invadió las zonas de ocio juvenil y la aventura de aquellos chavales setenteros adquiere tintes un poco naïf, como de recuerdos de abuelete.