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El Gobierno socialista de Pedro Sánchez se apresta a indultar al exministro y expresidente socialista de Andalucía José Antonio Griñán, evitando así que tenga que ingresar en prisión, a la que fue condenado por la Justicia, que le recetó seis años a la sombra y treinta de inhabilitación.

Griñán es un tipo que cae bien y, además, el latrocinio en el que incurrió no buscaba, que se sepa, su lucro personal –al menos, el directo–, sino ‘solo’ engordar la telaraña clientelar del régimen vigente en Andalucía durante cuarenta años. O sea, que es un santo; además, tiene una edad provecta.
Naturalmente, los factores alteran el producto. Si sustituimos las palabras José-Antonio-Griñán por Maria Antònia Munar o por José Juan Cardona, condenados por delitos semejantes, sin que conste se hubieran apropiado tampoco de un solo céntimo –al contrario que sus miserables delatores–, la cosa cambia mucho porque, claro, estos no son socialistas y entonces no gozan del comodín de la superioridad moral desde la cuna.

Sánchez se cisca, una vez más, en la separación de poderes y usa el indulto no para ejercer una prerrogativa de gracia fundada en la asunción del delito por parte del delincuente y el presumible perdón de la mayor parte de la sociedad, sino para desactivar sin ambages los perniciosos efectos del cabal ejercicio del tercer poder cuando el justiciable es un socialista. Con este gesto, el madrileño se aproxima a referentes como Putin, Ortega o Maduro.

Como el pueblo español, a base de entrenarse, ha conseguido ensanchar sus tragaderas hasta el delirio, aquí no va a pasar nada, especialmente porque ni siquiera el PP de Núñez Feijóo va a protestar demasiado. Personalmente, no creo que Griñán ni ningún político condenado por corrupción deban ir a la cárcel, que no es sino una atávica e irracional venganza colectiva sin sentido rehabilitador alguno y que debería reservarse para los violentos. Probablemente nos sería mucho más útil como sociedad –y nos saldría mucho más barato– que estos individuos pusieran su innegable talento al servicio de la reparación del daño causado. Pero para eso harían falta valor político y sentido de la justicia, y ni uno ni otro se atisban en el Gobierno.

Otra a la que molestan y mucho los controles –no solo los judiciales– es nuestra presidenta, Francina Armengol, que ha seguido a pies juntillas, cual aplicada pupila, la doctrina de su predecesor, José Ramón Bauzá, en eso de legislar todo aquello que pueda ser polémico mediante decreto ley. Así, como si existiera alguna urgencia social, la gratuidad de mentirijillas del nivel educativo 0-3 se ha regulado por esa vía, con lo que se sortean incómodos controles del Consell Escolar de les Illes Balears –cuya presidenta filosocialista ha enmudecido de repente– y, lo que es más importante, se evita que las organizaciones del sector puedan impugnar la norma en los tribunales de lo contencioso-administrativo, a los que la inquera tiene alergia.

Lo publicado en el BOIB va a crear un caos de pronóstico porque, al haber obviado la opinión de los expertos del sector –a los que ni siquiera se comentó la medida–, ha devenido una auténtica chapuza, muestra de una precipitada improvisación ejecutada por el cuestionado equipo de Amanda Fernández.