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Han decidido fundar un nuevo país. Para establecer la forma de gobierno, los ciudadanos de este nuevo país, en asamblea general, realizan diferentes propuestas a voz en cuello. Las más aclamadas son república parlamentaria y monarquía absoluta. A X sorprende que haya personas que se decanten por la monarquía absoluta, más cuando no existe una tradición previa. ¿Quién podría ser el rey en un país recién estrenado? Confía en que, en la votación final, el sentido común impere y los ciudadanos voten por la república parlamentaria. Llega el día de la elección y, para sorpresa de X, la opción más votada es monarquía absoluta. Entonces decide tomar la palabra. Ciudadanos, dice, la monarquía tiene su justificación en un supuesto mandato divino. ¿Cómo vamos a interpretar la voluntad de Dios? ¿Quién va a ser nuestro rey? Se oyen murmullos, la gente se mira entre sí. Alguien pide hablar. La voluntad de Dios, grita, se manifiesta en el azar. Es preciso realizar un sorteo. El nombre que salga será nuestro soberano. Todos parecen satisfechos con la solución. X se estremece. ¿Y si sale el nombre de Y, que disfruta torturando gatos callejeros? ¿Y si sale el de Z, que violó a su hermana menor? X quiere protestar, compartir sus dudas, pero ya nadie le escucha. Todos andan sumidos en los preparativos del sorteo. Al final de la jornada, este nuevo país tendrá su rey. Está decidido.