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El mundo actual es absolutamente agotador. Nuestros antepasados se consumían durante catorce horas diarias en una mina, semanas o meses en el mar, estación tras estación arando la tierra para extraerle su esquiva riqueza. Pero seguramente no tenían tantas estupideces en la cabeza. Al margen de los sermones repetitivos del cura del pueblo y alguna perorata pesada por parte de la suegra, sus cerebros apenas recibirían más inputs molestos. Quizá su vida estaba arropada por el sonido de las olas, los pájaros, el ladrido del perro de casa y el alborozo de los muchos críos que tenían. Se ahorraban la contaminación acústica, medioambiental y, sobre todo, mediática. No idealicemos el pasado, pero miremos con espíritu crítico el presente.

A la insufrible catarata aleccionadora ecologista le ha sustituido el atormentador pijoterismo de los influencers en su cruzada por hacernos la vida imposible. Los comercios del mundo decidieron cobrarnos las bolsas de plástico con la excusa de la sostenibilidad. De sus cuentas bancarias, claro. Algunas las sustituyeron por bolsas de papel, pero la mayoría sigue adscrita a lo más contaminante. Tragamos. Luego llegó la moda de las tote bags, esas bonitas bolsas de tela que parecían tan ecológicas y que invadieron el mercado, sobre todo en las tiendas más cuquis y comprometidas. Bueno, pues ahora resulta que tampoco sirven. Que tenemos demasiadas, que el algodón con el que se elaboran también contamina, requiere mucho riego, explota a niños asiáticos, blablablá. ¡Por dios, qué cansino todo! De los 32.000 millones de toneladas de CO2 emitidas en el mundo, 16.600 corresponden a China, Estados Unidos e India. Más de la mitad. ¿Qué hago yo con mis tote bags?