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E l abrupto aterrizaje de Elon Musk al frente de Twitter acapara titulares desde hace semanas. Tras los tiras y aflojas iniciales, por fin el hombre más rico del mundo ha comprado la red social. Lo primero que ha hecho es despedir a todos sus directivos, supongo que para colocar a gente de su confianza. Conociendo las ideas laborales de este individuo mucho me temo que los empleados de la empresa deben estar temblando por anticipado. Su segundo impulso ha sido acabar con la gratuidad del servicio e imponer un precio, aunque sea simbólico, para poder entrar, ver y opinar. Habla de ocho dólares mensuales, una tarifa que adaptaría a los países según su nivel de vida. En España creo que puede despedirse del negocio.

En el preciso instante en que la red del pajarito azul empiece a cobrar allí solo se asomarán los partidos políticos y las empresas potentes, todos para lanzar al viento su propaganda –o publicidad, como prefieran llamarla– a un público inexistente. Twitter es en España el equivalente a la corrala de antaño, el patio de vecinos, la tasca, la plaza del pueblo. El lugar donde la gente se encuentra y comenta cosas. Casi siempre en tono maledicente, de crítica rastrera, de mentiras y suposiciones sin base, pero que van calando a fuerza de repetirlas y exagerarlas. Lo peor de los pueblos, con altavoz y a nivel global.

Ahora, que todo eso tenga un precio ya no lo entenderá nadie, a pesar de que todo el mundo sepa que sostener Twitter en funcionamiento conlleva millones de euros de coste, desde los empleados a los servidores. Pero eso, en el país del pirateo y el choriceo, se merece que corramos un tupido velo y a otra cosa, mariposa. ¿A dónde irán los millones de insultadores y humilladores profesionales?