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T odas las religiones del mundo guardan un espacio importante para el ayuno, como herramienta de purificación del cuerpo –y también del alma– de los creyentes. En el caso del catolicismo, la costumbre era eliminar el consumo de carne los viernes, cuando en las cocinas tradicionales se preparaba pescado. Una fórmula que se ha ido devaluando con el paso de las décadas y con el progresivo descreimiento de la población. La mayoría de los jóvenes ni siquiera habrá oído hablar de ese tipo de dogmas que antaño eran casi ley.

Sin embargo, todos sin excepción se apuntan al carro teórico del calentamiento global. Y digo teórico porque a la hora de la verdad la generación actual es la más consumista de la historia y jamás se plantean si eso –algún capricho de usar y tirar– que compran en internet tiene que atravesar y contaminar los siete mares para llegar hasta casa. Por eso sería interesante inculcarles la antigua mentalidad de «sacrificio» y, sea el viernes, el martes o el domingo, abandonar por una o dos jornadas semanales el consumo de carne.

Con ello, dicen los expertos, se ahorrarían miles de toneladas de emisiones de carbono a la atmósfera. El experimento ya está hecho. En 2011 los obispos de Inglaterra y Gales pidieron a sus feligreses que recuperaran la saludable costumbre de comer pescado los viernes. Solamente uno de cada cuatro siguió el consejo, pero ese pequeño gesto sirvió para eliminar 55.000 toneladas de carbono en un año. Si lo hiciéramos todos el beneficio sería brutal. Y ya no digamos si un día a la semana dejamos el coche aparcado y nos dedicamos a pasear. Porque es fácil ser ecologista de boquilla, todos lo somos. Mover un dedo, aunque sea poco y durante un día, ya es más difícil.