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Una sacudida me produjo el otro día la amarga posibilidad de que no hubiera porcella para todos por Navidad. Coinciden los medios en destacar la impotencia de los productores para cubrir la gran demanda de este producto tradicional, cuasi imprescindible, en estos días tan adecuados para permitirse el lujo de un gasto extra. Es difícil renunciar a un día de Nadal sin porcella rostida. No puede ser. Ya el año pasado los productores anunciaron problemas de suministro y no les creímos demasiado por aquello de la queja permanente de agricultores y ganaderos. Decían que no merecía la pena vender a precio de coste. Aunque sea muy escéptico respecto a que la culpa de la inflación esté en agricultores y ganaderos –algo tendrán que ver distribuidores y vendedores– lo cierto es que siempre por estas fechas llegan subidas de precios, como llegan los villancicos, los turrones y las lucecitas intermitentes en los balcones.

No recuerdo ningún diciembre en que no hayan subido las gambas de Sóller, el cap roig o los besugos. Y la porcella, que ya debería ser bien material fungible de la humanidad sujeto a subvenciones. Parece que el Govern está en ello, pero de momento quien ayuda es quien la compra a ciento cuarenta o cincuenta euros el ejemplar. Seguimos en el laberinto de precios de las cosas de comer, el gran tema del año, la cruda realidad para familias de ingresos bajos, la amenaza que puede quitar y poner gobiernos. Si estamos en economía de guerra, pues que afecte a todos: productores, vendedores y consumidores. Y que no falte porcella, por Dios...