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La primera decisión como sujeto de derecho internacional adoptada en 1995 por el Mercado Común del Sur (Mercosur), integrado por Uruguay, Paraguay, Argentina y Brasil, fue solicitar un Acuerdo de Cooperación con la Unión Europea. El Mercosur había nacido a semejanza de Europa de manera que acercarse a ella era lógico. Casi obligado. En 1999, en el Palacio de Oriente, con toda la solemnidad imaginable, se iniciaban las negociaciones para un tratado de libre comercio. El objetivo era abrir los dos bloques porque no parece muy justo que sus intercambios paguen un arancel que puede llegar a ser del treinta y cinco por ciento. Muy especialmente porque con los cuatro países sudamericanos comparten con Europa la misma visión del mundo. Y porque China está haciéndose con el comercio de la región, incluso cuando muchos de sus gobernantes aborrecen caer en sus manos.

Hoy, un cuarto de siglo después, seguimos negociando. Para que después digan que Europa no es dialogante. Tanto que nunca acabamos de marear las cosas. En 2019 se anunció que las partes habían llegado a un primer borrador, pero el tratado sigue sin estar firmado porque del lado europeo hay veintisiete voces que siempre encuentran un hipotético perjuicio a sus intereses. Sobre todo a los de los agricultores franceses, señalados por el expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti, como la barrera absolutamente insaltable.

No conozco los detalles pero, evidentemente, en tanto tiempo algunos de los productos que enfrentaban a las partes al inicio de siglo hoy ya no existen o su demanda se ha transformado radicalmente. Pienso, por ejemplo, en los coches a combustión, los vídeos, o las carnes de bovino, que hoy o no interesan, o no existen, o son vistos desde una perspectiva diferente. A esta velocidad, la negociación de este tratado será como el mantenimiento de las catedrales: cuando se acaba la revisión por un lado, es hora de empezar por el otro.

Mientras tanto, China ofrece comercio y dinero, de manera que, aunque con desagrado, también Sudamérica se entrega a quien sí es resolutivo y parece generoso. Argentina, en la ruina, se ha abierto a cambio de una extraña base militar en Neuquén; Chile ha cedido más del cuarenta por ciento de su mercado de coches a los chinos.

Si esta es la velocidad del diálogo de Europa con un bloque de países culturalmente cercanos, con dos representantes directos entre los veintisiete, imaginen las negociaciones con los países del norte de África, con quienes hay tantos litigios abiertos y que culturalmente están más lejos.

La falta de acuerdos y la imposibilidad de exportar suponen pobreza. Pobreza que combinada con una demografía acelerada, especialmente en el caso africano, equivale a desempleo, falta de perspectivas y profundo malestar social. Entonces, sin planificarlo, sin estrategia alguna, los ciudadanos de estos países aplican el plan B: si el empleo no va a ellos, ellos van al empleo. África nos manda su mano de obra no cualificada y Sudamérica la suya, de un nivel bastante superior.

Y entonces, la misma Europa que protege al último agricultor de Francia tiene que admitir a los inmigrantes que vienen en masa a trabajar en nuestras empresas. Desgraciados, los habitantes de estos países pobres han que marcharse de sus casas a la búsqueda de una esperanza de bienestar, dejando sus familias, sus costumbres, su historia, su vida.

Aún recuerdo el lúcido razonamiento de Loyola de Palacio, vicepresidenta de la Comisión Europea, cuando España le presentó las inversiones millonarias del Plan Hidrológico: «¿Dónde tenemos a los trabajadores para explotar la agricultura que hay que regar con esa agua?»

Ella misma se contestó: «No, no los tenemos. Hemos de desarraigarlos e importarlos de África para que los tomates que podríamos comprar a su país, los tengamos que producir aquí con agua que no tenemos».

Hay muchos europeos sensibles que están con sus barcas en el Mediterráneo rescatando inmigrantes, pero no hay nadie preocupado por ofrecer oportunidades para esta gente en sus países. Luchamos contra los síntomas pero no contra la enfermedad. De hecho, ni usted ni yo sabíamos que ahora se celebran los primeros 25 años de negociaciones para abrir las fronteras con el Cono Sur. Quizás para cuando se cumplan 50 años toda América ya se haya instalado a vivir aquí.

Yo sólo les sugiero que le pregunten a cualquiera de estos inmigrantes cuán duro ha sido humanamente romper los lazos con el lugar que les vio nacer. Y añadan que a eso les hemos castigado nosotros, con el egoísmo de no perder ni un euro de nuestro bienestar. Estas son nuestras políticas: mucho diálogo, nada de concreción.