La delegación uruguaya que el primero de enero asistió en Brasilia a la toma de posesión del nuevo presidente brasileño, Lula da Silva, estaba compuesta por el presidente, Luis Lacalle Pou, conservador, y dos de sus antecesores, Julio María Sanguinetti, de centro, y José Mujica, de izquierdas. La composición de la comitiva tiene alto valor simbólico por la presencia de Mujica, exterrorista tupamaro, muy crítico con el actual gobierno, como es natural. Desgraciadamente, no veo posible que Pedro Sánchez pueda hacer un viaje oficial acompañado de José María Aznar o de Mariano Rajoy. Incluso me da la impresión de que es improbable que pudiera compartir un rato con Felipe González, lo cual es aún más revelador del clima que se respira en España. De ahí la importancia de lo que ocurre en Uruguay.
Uruguay no tuvo guerra civil como España, pero durante quince años sufrió la violencia de la guerrilla tupamara, con la simpatía de la izquierda, respondida con un golpe de estado militar brutal al estilo de los habituales en Sudamérica, respaldado por las oligarquías conservadoras, que abrió profundas heridas. Mujica representa uno de esos bandos, Sanguinetti y Lacalle al otro.
José Mujica secuestró y mató en plena democracia, a la búsqueda de la revolución comunista entonces en boga en Latinoamérica. Fue detenido, juzgado y encarcelado. Cumplida su pena volvió a la política, lideró el Frente Amplio y fue presidente del país durante dos mandatos. Ahora, Mujica, próximo a los noventa años, se prodiga en los medios haciendo pedagogía sobre qué significa convivir. Sus intervenciones públicas están accesibles en las redes y son muy aleccionadoras. Hace apenas unos meses, por ejemplo, acudió a un encuentro acompañado por el ex-presidente Sanguinetti –disponible en Youtube– con quien compartió su visión sobre los años del terrorismo tupamaro en Uruguay, lo cual me parece constructivo incluso para la España actual.
Mujica, pese a haber pasado años en los calabozos de los cuarteles, defiende la búsqueda de los puntos de acuerdo con otras fuerzas. Dice a la audiencia ávida de confrontación que «si yo ahora me pongo a discutir con el doctor Sanguinetti sobre Flores (un controvertido personaje histórico uruguayo), seguramente tendríamos un lío. Pero aprender a convivir es entender el juego de que todas estas diversidades existen».
Mujica tampoco está contento por cómo se pagó la factura de la confrontación. «El pasado (de Uruguay) se pudo haber superado con mayor inteligencia, pero nos faltó un Mandela, nos faltó una justicia restaurativa, una apertura de ese tipo. No tanto para recordar como para hacernos cargo. Son fenómenos muy difíciles. Yo he hecho todo lo que podido tratando de ayudar a Santos y a Colombia (en el conflicto con la guerrilla) y me di cuenta que es como remar en contra de la corriente. Hay pasiones encontradas y eso no se maneja como quien maneja un Volkswagen.» Y sigue: «Con respecto a eso, no tengo cuentas que cobrar. Es la filosofía que he sostenido a lo largo de mi vida, pero eso no quiere decir que mis antiguos compañeros piensen igual. Esto no lo digo por oportunidad, esto lo digo por una manera muy razonada de encontrarle sentido a la vida, porque si uno queda prisionero del ayer, y de la nostalgia, y de lo que pasó, jamás mira hacia delante. Y lo de atrás, bueno o malo, al final es irreversible y lo que importa es el mañana. Esta es mi filosofía de ver la vida, que sé que hay muchos a los que no les gusta».
Para una parte de la izquierda, estas posturas de Mujica son una desgracia, pero pocos de ellos tienen el ascendiente del expresidente para hacerse oír. En esa misma intervención, Sanguinetti apostilló que los dos «no estamos muy lejos en la filosofía de la vida». Y contó que apenas iniciada la transición a la democracia, «al acabar mi primer discurso parlamentario, usted se me acercó y me dijo ‘cuente conmigo'. Lo recuerdo bien».
Sanguinetti añadió que no sabe si Uruguay hizo bien o mal la transición, pero recordó cómo en España o en Chile sigue habiendo heridas después de tantos años. «Nuestra generación hizo la guerra e hizo la paz. Los protagonistas sabemos que no se sale de la imperfección con la perfección absoluta. Sabemos que la vida siempre nos da situaciones relativas en las que tenemos que lograr lo mejor posible en ese momento. Sin perder de vista el objetivo: la paz y la convivencia».
Que Sanguinetti sea generoso, es lógico; que lo sea Mujica, es meritorio. Porque no es fácil decir públicamente que el pasado, bueno o malo, al final es irreversible. La guerra civil del 36 incluida.
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