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El plantón del rey de Marruecos al presidente del Gobierno español, que se desplazó a Rabat al frente de una delegación compuesta por once ministros, ha sido la prueba fehaciente de que el volantazo dado por Pedro Sánchez reconociendo el presunto derecho de soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental no ha servido para cimentar un verdadero cambio en la altanería política de los gobernantes de nuestro vecino del Sur.

Pese a los patéticos esfuerzos del ministro Albares para disimular el real desaire diplomático la reunión no ha tenido el resultado que esperaba Sánchez. Marruecos no es una Monarquía parlamentaria, quien reina y al tiempo gobierna es el rey. Y, con su displicencia al no interrumpir sus vacaciones en Gabón, Mohamed VI devaluó el valor de la cumbre y el vigor de lo acordado.

Con el rey alauita avalando el pacto, todavía, pero sin estar él presente, ¿alguien piensa que Rabat dejará de agitar la bandera irrendentista en relación con Ceuta y Melilla así que le convenga cuando tenga que tapar problemas internos? Pedro Sánchez ya ha reconocido la soberanía de Marruecos sobre el Sahara pero Rabat no ha hecho lo propio en relación con la españolidad de Ceuta y Melilla. El enunciado del acuerdo invita a la confusión. ¿Confía Sánchez en que la otra parte cumplirá un acuerdo tan evanescente? Pero si no ha conseguido que Rabat vuelva a abrir la aduana de Melilla que lleva cinco años cerrada.

La Cumbre, que había sido anunciada como un hito en las relaciones entre los dos países, se saldó con acuerdos interesantes en materia de comercio y cooperación en la lucha contra el terrorismo yihadista, pero ha quedado en un segundo plano un compromiso serio sobre cómo afrontar el problema de la emigración. Cuestión que Rabat administrará a conveniencia como viene siendo costumbre.