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La Unión Europea acaba de votar a favor de prohibir la venta de vehículos que emitan CO2 a la atmósfera a partir de 2035, incluso los híbridos enchufables, tan de moda ahora. Dicho así, parece ciencia ficción, pero apenas quedan ocho años para esa fecha. Por suerte, la medida solo afectará a la venta, es decir, los coches viejos que contaminan todavía podrán seguir circulando. Y digo por suerte porque, aunque es una mala noticia para el medio ambiente, en nuestro país –un país pobre aunque nos digan todos los días lo contrario– el parque automovilístico tiene casi catorce años y la electrificación apenas ha logrado penetrar en el mercado, porque resulta carísima. La decisión no ha sido unánime, porque la derecha entiende que esta medida supondrá la muerte de la industria automovilística europea y, por ende, una sangría para el empleo. Se pretende reducir a la mitad las emisiones venenosas de forma paulatina, algo que a primera vista resulta una hazaña dificilísima en un plazo tan breve. Personalmente apostaría por marginar al coche privado, peatonalizar todas las ciudades y construir una red de transporte público tan perfecta que nadie echara de menos coger su propio vehículo. El problema es que eso plantea dos utopías: concienciar a la gente de que debe priorizar su salud y obtener una financiación fabulosa para megaproyectos urbanísticos que muy pocos gobiernos estarán dispuestos a afrontar cuando las economías andan renqueantes desde hace lustros. El mundo tiene que cambiar, eso parece claro, lo que no sabemos es cómo hacerlo. Especialmente si la cuestión climática resulta tan urgente como nos la pintan. ¿Seremos capaces de revertir en una década todo el daño infligido al planeta en doscientos años?