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De vez en cuando me paseo por los mercados y supermercados. Desde hace algunos años han aparecido unas estanterías en las que se exponen, como joyas valiosas, frutas y verduras denominadas ecológicas. Pero al acercarme al tomate o a la berenjena, no les observo ninguna diferencia con otras vulgares hortalizas, criadas y crecidas con normas convencionales. Tampoco encuentro etiqueta alguna que indique la procedencia, comarca, autonomía o un sello como el que se exige al vino con denominación de origen. Nada.

Recuerdo que, en el Café Gijón de los años sesenta, donde la mayoría de los clientes eran escritores, poetas, periodistas y profesionales del teatro, cuando te interesabas por alguno de los escritores y preguntabas cuáles eran sus libros publicados, el más avispado y veterano te respondía que se trataba de un escritor, bajo palabra de honor. O sea, un futuro premio Nobel de Literatura, que no había logrado convencer a una editorial de su prodigioso talento.

Volviendo a las frutas y hortalizas, parece que el ecologismo está bajo la palabra de honor del comerciante que, seguramente, poseerá papeles acreditativos de la procedencia, y que la pereza, la desgana o la desidia, le impiden acompañar al producto. Y, claro, como degustador experimentado de queso, estoy bastante escamado de comprar queso puro de oveja con un porcentaje de leche de vaca –mucho más barata– avasallador.

Hace años, en una comarca de Cataluña, se instalaron unos hippies y cultivaron hortalizas sin usar insecticidas. Hubo una plaga de escarabajo patatero, que causó tal indignación en los agricultores tradicionales, que los hippies se tuvieron que marchar. Ahora, lo ecológico se ha debido extender mucho, porque está todas partes. Eso sí, comprarlo es un acto de fe, porque lo ecológico parece estar bajo palabra de honor.