Hace quizás un año ya desde que un buen amigo mío me anunció que iba a cambiar de piso. Fue una decisión inesperada porque se le veía muy contento con su vivienda. De hecho lo estaba, hasta que su biblioteca, cuyo volumen de libros crece sin control, empezó a reclamar más espacio. Como no tenía urgencia, se tomó la búsqueda con calma. Hasta que un día, antes de lo que imaginaba, encontró lo que quería y, sobre todo, al precio que quería. Pidió una hipoteca y, tras sortear las mentiras del primer banco, cerró la operación con otra entidad.
Inmediatamente puso en venta su anterior vivienda, para con ese dinero cancelar la nueva hipoteca. Consiguió comprador, cerró el acuerdo y se mudó, a la espera de la escritura y la entrega de llaves. El camión estuvo yendo y viniendo con libros y otros enseres todo un viernes y sábado hasta que el domingo pudo descansar. O eso pensaba.
De madrugada, el vecino de rellano le llamó asustado: «un grupo de personas está intentando entrar en tu casa, aunque aún no lo ha logrado». «Voy», contestó agradecido, al tiempo que llamaba a la Policía. «No, no podemos ir si no han entrado. Si están golpeando la puerta no podemos hacer nada porque no hay delito en golpear una puerta. Pero ténganos al tanto».
Cuando llegó a su antigua vivienda ya no había nadie. Como las bisagras resistieron, los asaltantes no habían logrado romper la puerta y se habían ido. El vecino que dio la alerta estaba allí, asustado. «Si entran, nosotros deberíamos mudarnos porque con este tipo de vecinos no podríamos seguir».
Mi amigo, como le habían pedido, llamó nuevamente a la Policía para decirle que había tenido suerte y que no habían entrado. El policía le explicó que creía conocer la banda que quiso tomar su casa, porque es la que tiene el control total del barrio. Son los mismos que han tomado una antigua sede bancaria y que están todos los días en los periódicos. Seguramente vieron la mudanza y se lanzaron a por el piso. A mi amigo le sonaba que no es fácil desalojar a unos intrusos, por lo que le preguntó al policía cómo iba esto: «si ustedes me dicen que no vienen antes de que entren, pero después no hay quien los quite, al final lo que ocurre es que me dejan a mi suerte». El policía casi le admitió este extremo, salvo en un detalle importante: le dijo que había un pequeño margen de tiempo en el que sí podían intervenir, y era desde que entran hasta que reparan la puerta. Porque si la puerta está dañada, hay evidencia de la irrupción violenta en la vivienda. Pero esto también lo saben estos intrusos que dedican los primeros minutos de su estancia a reparar la puerta y no dejar huellas.
Mi amigo se quedó sorprendido por lo que le siguió preguntando. «¿Y si llegan a entrar y ustedes no encuentran evidencia del asalto, qué tengo que hacer?». El policía le explicó que debería empezar un procedimiento judicial. La policía los tendría que identificar y el juez actuaría. Todo el procedimiento, con los retrasos que propiciarán los intrusos, suele durar año y medio. Entonces, invariablemente, el juez dicta orden de desahucio. Pero el policía le dijo que ahí no acabaría el problema porque esta gente es muy profesional y para entonces habrán intercambiado alguna de las viviendas de las que se han apropiado y no se podrá expulsar al habitante porque no será la persona inicialmente denunciada. De manera que hay que identificar al nuevo habitante del piso y volver a iniciar el procedimiento, sin garantía alguna de que no vuelva a ocurrir lo mismo.
Mi amigo se quedó estupefacto: estaba a cuatro días de escriturar la venta, ya estaba pagando la hipoteca del segundo piso, y la idea de no vender el primero le provocó pánico: simplemente hubiera sido incapaz de pagar indefinidamente los gastos de las dos viviendas, sin una fecha para acabar con ese infierno. Como para tributarle un homenaje a las bisagras.
El policía le explicó que conocen a las ocho o nueve personas que se dedican a esto, que saben que controlan ese barrio, que son españoles, pero que no pueden hacer nada. La propia policía está tan atada de pies y manos como los propietarios de los pisos. Todos impotentes.
El legislador, o sea los gobernantes, consideran tan vulnerables a los delincuentes, se preocupan tanto que tengan garantías, que al final el único desasistido es el ciudadano legal, el que cumple con lo que la sociedad espera de él, el que paga religiosamente. Y de paso, se desincentiva todavía más el alquiler de viviendas, porque no todo el mundo está seguro de que las bisagras de su piso sean resistentes, la cerradura inmune y el vecino del rellano insomne.
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