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He conocido pocos hombres libres a lo largo de mi vida, pero uno de los pocos ha sido Fernando Sánchez Dragó. Y cuando digo libre, no sólo hablo de la libertad de actuar, de elegir país en el que vivir, de no poner límites a sus opiniones, sino de pensar, porque a la hora de pensar, siempre hay un censor en el subconsciente que te advierte, te presiona, te recuerda en qué país estás, a qué sociedad perteneces, en qué medio van a vestir tus criterios, y Fernando siempre era libre, sin ataduras, sin convenciones, sin prejuicios y, desde luego, sin hincar la rodilla ante nada y ante nadie.
Coincidíamos, de año en año, o cada dos años, en el jurado del Premio de Novela Ateneo de Sevilla.

La editorial Anaya, a través de su filial, Algaida, nos estabulaba en el hotel Colón, porque tanto Francisco Prior como Miguel Ángel Matellanes, consideraban que allí no podríamos escapar hacia zonas peligrosas de Sevilla. En aquella época le acompañaba siempre, su esposa, la fiel Naoko, y como yo solía ir sin María, a la que le podían más los óleos de sus cuadros que los guateques literarios, solíamos ir, en el mismo taxi, Fernando, Naoko y yo. El premio se fallaba en junio, y en junio, en Sevilla, no hace frío, precisamente.

Con objeto de luchar contra el frío, tanto las sevillanas como la europeas visitantes de la ciudad, se vestían con atuendos con los que se pudiera combatir el calor. Y el escritor, el profesor de lengua, el gran ensayista, no podía resistir sus opiniones de macho ibérico y, como iba delante, nos describía las características físicas de algunas de las mujeres que atravesaban los pasos de cebra o los semáforos, sin ninguna concesión a lo políticamente correcto. No, nunca encontré a un hombre tan libre. Y libre, incluso ante su propia esposa, que en España es el símbolo más señero de la libertad. Gracias, Fernando, por tu amistad, por tus libros, y por tu maravillosa lección de libertad.