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Hay una librería en Palma donde dejo vagar a mis hijas y comprar con el dinero que les da su abuela. Tengo un pacto con Mateo, el librero: pueden comprar lo que quieran pero son menores de edad. Ellas deciden, pero siempre con la tranquilidad de que será adecuado para ellas. Ayer, las librerías desembarcaron en las calles de Palma. En medio de bestsellers y libros comerciales pero de dudosa calidad, hay un oasis donde el librero sigue haciendo gala de su afinado olfato.

Si Marina me dice que ese libro es bueno, me voy a por él. Si Sergio me recomienda determinado título, me lo acabo llevando a casa. Laia o José Luis, Xesc o Glòria conocen todo lo que tienen en sus baldas y confío en ellos, como lo hago en el cardiólogo o el oftalmólogo. Miquel, mientras tanto, está al día de todo lo nuevo que merece la pena. Me pongo en las manos del librero y es una elección, del mismo modo que no me fío del algoritmo.

Amazon, mientras tanto, sigue haciendo de las suyas y sus repartidores van llamando puerta por puerta. Como si fuesen la solución a nuestros males. Mientras, las librerías de Palma y la Part Forana luchan en desigualdad de condiciones. El gigante del comercio electrónico impone sus condiciones: lo reparto cuando yo quiera y tienes que estar apostado en casa, las horas que hagan falta, hasta que llegue el paquete. El repartidor a veces no llega a tiempo y el cliente se queda cautivo en su domicilio. Es preso de su propia elección. Y condena al pequeño comercio. Mis libreros encargan los títulos que busco y me los traen en unos días. Es una elección y no solo para el 23 de abril. Todos los días es el Día del Libro.