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Resulta desolador el cortoplacismo en la mirada de algunos políticos. La semana pasada, en uno de sus actos electorales, el candidato de Vox a presidir el Consell de Mallorca se ponía furioso con la decisión de esta institución de eliminar la bolsa de 17.000 plazas turísticas –viviendas vacacionales y hoteles– que aún quedaban en el aire. Y prometía que, de llegar él a convertirse en presidente, derogaría esa medida y abriría la posibilidad de aumentar los límites para que vengan más turistas. En su discurso delirante, propone convertir también en negocios turísticos las explotaciones agrarias y ganaderas de la Isla porque eso contribuiría a una mejora de la rentabilidad para las familias que las llevan.

La argumentación que lleva a Pedro Bestard a sugerir una Mallorca convertida toda ella en un gran hospedaje turístico –ya nos visitan casi 17 millones de personas cada año, el doble de hace dos décadas– es que, de no hacerlo, cientos de familias se irán a la ruina. Quizá habría que recordarle a este candidato que la misma Isla contaba hace veinte años con la mitad de población que ahora, con lo que todas esas personas que no encuentren aquí una oportunidad podrían volver por donde han venido y buscar en otra parte. Aunque esto pueda parecer muy duro, de otro modo no haremos más que apostar por el crecimiento infinito, que cualquier economista, sociólogo o ecologista rechazará por suicida, cuyos efectos son el clásico «pan para hoy y hambre para mañana». Recordemos el dramático caso de los renos de Saint Matthew, comparable al apocalipsis maya o al de la isla de Pascua. Si ya conocemos el desenlace, por favor, no sigamos remando en la dirección contraria a nuestros intereses, por mucho que sufran algunos.