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Los resultados electorales impiden honrar hoy a un genio de lo sublime, Antonio Gala, de quien ya ensalzaremos el legado que nos deja. Que la política, como todo, se basa en los ciclos es incuestionable, pero lo desconocido es la magnitud de la transición que iniciamos y que como efecto colateral nos llevará a unas elecciones estivales que dan para muchas lecturas e inician un nuevo periodo de especulaciones. Lo vivido el domingo ha sido algo demasiado contundente para poder ofrecer una visión sosegada de los resultados. Partidos que nacieron para ser claves a punto de extinción, nuestro nacionalismo moderado –tras una tortuosa trayectoria– tocando fondo (¿hemos votado en clave nacional?) y un eje entre PP y Vox con la holgura suficiente para obviar interesados mensajes catastrofistas. No sé si esta situación –que no debería sorprendernos tras ocho años de una izquierda radical– puede ser considerado un castigo a unas políticas más centradas en satisfacer los réditos de los pactantes que el interés general que hemos visto muy desenfocado y desatendido estos últimos años.

Una necesidad de parar la crispación y el enfrentamiento donde por intereses espurios se han despertado aquellas dos Españas que nuestros abuelos tuvieron que sufrir. La democracia, a la que debemos irrogar sabiduría, ha decidido que no había más razones para seguir soportando esta sociedad subsidiada, los educados silencios para no tensar más los ánimos, represión y prohibiciones, ensalzamiento de ideales y partidos contrarios a la Constitución, decretos de dudosa legalidad, medidas ausentes de justificación o realismo. Y quiero dejar claro que yo ya me he acostumbrado a circular a ochenta por la vía de cintura. Parece como si hubiéramos puesto el foco en lo latente e invisible a la hora de votar y que ese bienestar que necesita de trabajo y gestión haya sido el que ha propiciado un resultado sorprendente y de cambio. Poco más puede decirse, conocemos las proclamas de gobernar para todos y que tan a menudo se olvidan a la primera de cambio, conocemos los problemas reales que hay que gestionar y atajar, conocemos también la idiosincrasia de estas islas y su gente para poder pacificarla socialmente y devolver la ilusión y la alegría a una sociedad descontenta, amargada y desorientada. Sabemos aquellas políticas y objetivos que merecen continuidad y los chiringuitos que deberían desaparecer tan pronto se haga efectivo el cambio. Obviamente contamos con los discursos apocalípticos de quienes han perdido silla y sueldo y también lo que costarán las reestructuraciones, cambios de conselleries, de cargos de confianza. Al final soportaremos un reset que va contra lo más preciado de nuestras existencias: el tiempo y la necesidad de un rumbo estable y consensuado en las políticas más esenciales. A día de hoy solo puede decirse que empieza una nueva era de la que desconocemos su caducidad, sus éxitos y sus fracasos. Es hora de entregarse a otra gestión y, nuevamente, lo más relevante será nuestra capacidad de entender y valorar sus resultados.