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No deja de tener su gracia el hecho de que hoy, en esta sociedad espectacular de la carita sonriente y el corazoncito perenne, estar fatal esté tan de moda. Parece una contradicción. Pero no lo es tanto, me parece. El hecho de tener que estar constantemente demostrando lo felices que somos en todas partes lleva aparejada una fatiga monumental. Y, claro, las consecuencias se dejan ver en seguida. Los hay que, ante tal desbordamiento, intentan calmar su ansiedad practicando el lanzamiento de hachas –sí, existe–, solos o en compañía, sacando su lado más canalla –lo dice la propaganda– y soltando adrenalina –también lo dice–. Otros, quizá con menos suerte, caen en un estado depresivo que ni con todas las hachas del mundo se puede curar. Y ahí es donde radica eso que está tan de moda: en propagar a los cuatro vientos lo tristes, cansados, deprimidos y anhedónicos que estamos. No falla.

En cuanto sueltas estas palabras por tu boca ya puedes considerarte digno de la mayor compasión ajena y, además –y muy importante–, un enfermo mental. No sé quién acuñó el ridículo término de ‘salud mental', pero la verdad es que debería estar encerrado en un calabozo de por vida. Menuda chorrada de expresión. La salud mental no existe. Pero viste mucho. Como la capa de la invisibilidad de Harry Potter. Da caché. Da categoría. ¿Cómo vamos a comparar una terrible desazón y náusea ante la vida (algo que durante siglos han sufrido prácticamente todos los mortales en algún momento de su existencia) con la constatación de que uno es un enfermo mental? No hay color. Estar fatal cada vez está más de moda (aunque no pares de demostrar lo contrario). Lo cual significa, por tanto, que estamos todos muy muy enfermos.