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Era elegante hasta cuando bajaba, ya anciano, de su velero de dos palos llamado Nitchevo, que en ruso significa «nada». Actor, escritor, guionista, filántropo o coleccionista de arte, el legendario Peter Ustinov era todo menos nada. De padres rusos, fue engendrado en San Petersburgo, pero nació en Londres en 1921. Grande, guasón, bondadoso, alcanzó la gloria en 1960, cuando ganó un Oscar por la película Espartaco. Repitió cuatro años después en Topkapi. Fue en aquella década cuando descubrió Mallorca y quedó enamorado de nuestro mar. Compró una casa en el Port d'Andratx, que luego vendió, pero su pasión era Formentor y Pollença, donde pasaba jornadas maratonianas a bordo de su velero construido en 1929. Cantando o recitando, Mallorca era su inspiración.

Nunca tuvo una mala palabra para los periodistas locales que cada verano acudían al hotel Formentor a entrevistarle y él, como una de las grandes figuras británicas del siglo XX, sí que tenía motivos para ser un divo. Era íntimo de mitos como David Niven o James Mason y un orador espléndido, que cautivaba contando historias de su fantástica vida. En sus últimos veranos en Mallorca, cuando dejaba su fría casa de Ginebra, se apoyaba en un bastón, pero aquella fragilidad solo era física: su mente privilegiada seguía siendo un huracán de creatividad, un hervidero de genialidades.

Paseaba por su hotel en bermudas y camisa de un blanco impoluto. Incluso entonaba, en perfecto castellano, la Malagueña salerosa, con flema británica. Una vez alguien le preguntó qué epitafio elegiría para su tumba. No dudó: «No pisen la hierba».